El clon andaluz
Es sabido que la Constitución dejó abierta la posibilidad de generalizar el modelo autonómico sobre la base de consagrar la voluntariedad de los distintos territorios para acceder a su autogobierno. La creación de 17 comunidades autónomas acabó después con la potencial asimetría de un ingenio, que fue diluyéndose como un azucarillo en el café para todos diseñado por Clavero Arévalo, ministro para las Regiones de Unión de Centro Democrático (UCD) y aventajado epígono de Ortega y Gasset en estos menesteres. Hago esta observación de entrada porque, no en vano, el Estado autonómico surgió primariamente ante la necesidad de responder de forma más o menos equilibrada a las distintas tensiones que hacían insostenible el mantenimiento de un Estado centralista y unitario como el del régimen predemocrático y satisfacer las demandas de autogobierno de algunos territorios que, en el pasado, como Cataluña y Euskadi, habían dispuesto no sólo de fueros juridicopúblicos, sino de estatutos en el periodo republicano. Quiero decir que la fragmentación e igualación del modelo no era, por tanto, la única opción posible. Sin embargo, los sucesivos pactos autonómicos desde 1981 entre los principales partidos estatales acabaron por introducir una nivelación entre territorios que determinó el fracaso del catalanismo y del vasquismo a la hora de obtener un reconocimiento singular de su hecho diferencial y de acentuar la heterogeneidad del modelo.
La matriz de todas las reformas estatutarias es fruto del acuerdo entre Zapatero y los barones territoriales del PSOE
En este diseño final, Andalucía desempeñó un papel decisivo. Hace más de un cuarto de siglo que el pueblo andaluz supo conquistar su derecho al autogobierno gracias a la movilización de toda una sociedad. Andalucía fue la primera en romper el molde cuando el 28 de febrero de 1980, a través del procedimiento del artículo 151, logró alcanzar el mismo nivel de competencias que los territorios históricos, cerrando el hasta entonces abierto e inacabado modelo de Estado. Por ello, nadie puede poner en cuestión ni la inveterada vocación de autogobierno de esta nacionalidad, ni la voluntad expresada muy mayoritariamente por el Parlamento de Andalucía de demandar un nuevo Estatuto para la reactivación económica, social y cultural de aquella tierra. Es más, ni la exigencia de los mismos derechos que catalanes y vascos, ni la reivindicación de la deuda histórica deberían ser ningún problema porque aquí de lo que se trata es de que cada pueblo alcance el nivel de autogobierno que desee, y de que se reconozca el Estado español como un Estado plurinacional en el que Andalucía ocupe un lugar con identidad propia. Antes bien, coincido con los que señalan que, a pesar de los avances en el autogobierno experimentados durante dos décadas, tampoco en Andalucía, como en Cataluña, se ha avanzado lo suficiente. Ha habido un periodo de contención de la autonomía, debido a los condicionantes impuestos por los sucesivos gobiernos estatales y al proceso de integración en la Unión Europea, que también ha perjudicado a la autonomía política de muchas comunidades. En el caso andaluz, como en el catalán, quedan por ejemplo importantes transferencias por asumir por parte del Estado (confederaciones hidrográficas, un Guadalquivir netamente andaluz, instituciones penitenciarias, parques nacionales, etcétera). Los indicadores de empleo, del nivel de renta, o de convergencia real con Europa demuestran que Andalucía se halla todavía lejos de asegurar la cohesión social necesaria. Por todo ello, es razonable que un nuevo Estatuto pueda servir a los objetivos de obtener el mayor nivel de autogobierno posible, la mejora de la calidad de vida de los andaluces y la definición de nuevos hitos con vistas al futuro.
La propuesta de reforma presentada por el Parlamento de Andalucía, en esencia, pretende fortalecer las señas de identidad de los andaluces, aumentar el techo de competencias; mejorar y modernizar las instituciones, incorporar nuevos derechos, adecuar las instituciones andaluzas a la pertenencia de España a la UE y garantizar una financiación suficiente. Todos estos objetivos se asemejan a los presupuestos iniciales de la propuesta del nuevo Estatuto surgida del Parlament de Catalunya el 30 de septiembre pasado. Lo sospechoso no es que los objetivos de ambas propuestas sean plenamente coincidentes, sino que, finalmente, la propuesta andaluza se parece a la catalana como si se tratasen de dos gotas de agua. Quiero decir que, a la postre, el PSOE ha impuesto un patrón, un cliché que ha servido, primero, para "cepillar" el Estatuto catalán (esto no lo digo yo, lo dijo Alfonso Guerra), y luego para trasladar al Estatuto andaluz un contenido similar. Esto pone de relieve que ha sido un acuerdo entre Rodríguez Zapatero y los principales barones territoriales del PSOE el que ha diseñado la matriz de todas las reformas estatutarias. Así las cosas, cuando Artur Mas pactó en La Moncloa el Estatuto catalán no tuvo ninguna intervención decisiva, sino que Zapatero se limitó a endosarle íntegramente su pacto con Manuel Chaves y Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Salvo algunos matices en la financiación, estamos ante dos auténticos clones que confirman lo que ya se ha dicho. Que a pesar de que el PSOE y Zapatero desecharon poner en marcha la fotocopiadora ante el alud de reformas estatutarias, finalmente han acabado haciendo todo lo contrario.
Joan Ridao es portavoz de ERC en el Parlament de Catalunya.
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