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Escuela de verano

Cuento ganador del X Premio de Relato Breve organizado por EL PAÍS, El Círculo de Bellas Artes y la editorial Alfaguara

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. La maestra leía despacito, alzó los ojos del libro y nos miró con aire complacido, como el señor cura cuando recitaba el misal, sólo que a ella la entendíamos y al señor cura no, porque hablaba en latín, y aunque los mayores ponían caras serias, como de querer comprender cosas importantes, nadie se enteraba de nada. La cara de la maestra decía bien a las claras que nos iba a leer cosas muy interesantes, y los niños atendíamos embobados y con la boca abierta, regocijándonos en los pupitres como si estuviéramos en la plaza en día de función y acabara de subir el telón del teatro de los titiriteros. La víspera no quería dormirme hasta que llegara padre, que se demoraba en el campo porque estaba segando, y en cuanto oí la puerta, bien tarde ya, salté de la cama y salí corriendo a contárselo: "Padre, padre; ha dicho la maestra que mañana nos va a leer Don Quijote de La Mancha".

"Si llegan a estar el señor cura o el maestro, los hubieran castigado con la vara"
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Padre venía molido de estar todo el santo día trabajando, pero aún tuvo ganas de reírse y me pinchó la cara con su barba de tres días. Él no había leído el libro porque no había ido a la escuela, pero sí sabía que era el mejor libro del mundo, y me mandó atender bien a la maestra para que luego pudiera contárselo a madre y a él. Madre tampoco había aprendido a leer, pero se sabía de qué trataba Don Quijote de La Mancha y me lo contó cuando me llevó a acostar por segunda vez. Por eso luego me quedé mucho rato sin dormirme, pensando cómo serían La Mancha, y un hidalgo, y un rocín flaco, y lo demás de ese libro tan bueno que nos iba a leer la maestra. En un galgo corredor no pensé, que yo ya sabía cómo son los galgos porque en el pueblo hay muchos.

Y lo que acababa de leer la maestra era igualito que lo que había dicho madre, con las mismas letras, de pe a pa, y me moría de ganas de contar a los demás niños que yo ya me lo sabía, que madre había dicho justo lo mismo por la noche. Pero la maestra ya volvía a mirar los renglones del libro para continuar y me lo callé por no perderme nada de la historia de Don Quijote de La Mancha, para luego contársela a madre y a padre, porque madre ya no sabía más.

La maestra siguió leyendo un buen rato, pero cuando llegó donde habla de Dulcinea del Toboso ya no lo entendí bien porque sonaba gente en las escaleras que subía deprisa metiendo mucho ruido, y abrieron la puerta de sopetón y entraron sin dar las buenas tardes ni pedir permiso. Si llegan a estar el señor cura o el maestro, los hubieran castigado con la vara, pero la maestra voluntaria de las Misiones Pedagógicas era una señorita joven y se acobardó ante los mozos que entraron voceando a interrumpir la lección. Yo creí que habían venido por envidia de nosotros, porque no querían perderse la lectura, pero estaban muy enfadados y de un manotazo tiraron el libro al suelo, diciendo cosas que yo no comprendía. Algunas niñas y niños se pusieron a llorar, pero yo no, porque entre los mozos que habían entrado estaba mi tío, que le gustaba la maestra y la defendería y no dejaría que la molestaran más, porque para eso estaba enamorado de ella. Se acercó a la maestra y sonreía y parecía que iba a darla un beso, pero la desgarró el vestido con las manos, tirando fuerte de la tela como madre cuando rompe las sábanas viejas para hacer rodeas. Todos se reían menos la maestra, que estaba muy seria con la cabeza gacha, y los niños y niñas, que cada vez lloraban más, aunque yo no; sólo estaba tiesa porque alguien había dicho que estuviésemos calladitos y quietos y que miráramos bien para aprender la lección más importante de nuestra vida. El tío rasgó otra tela, la blusa de la maestra, y ella se dobló y cruzó los brazos delante del pecho para taparse, pero uno la tiró del pelo para que se enderezara y otro la pegó un tortazo para que se estuviera quieta. La maestra estaba medio desnuda de cintura para arriba, con los pechos casi al aire y la cara colorada, con una mejilla más colorada que la otra por lo del tortazo. Yo quería decirle al tío que la dejaran en paz, que la maestra era buena, pero no me atreví, así que también me puse a llorar, con más ganas que nadie, y entonces mi tío me vio y dijo a sus amigos que ya era bastante, y que se fueran.

Mientras se la llevaban, la maestra se volvió y dijo que siguiéramos leyendo hasta que ella regresara, y me miró a mí. Cuando salieron, yo recogí el libro del suelo, porque todos los niños seguían llorando y ninguno se movía, pero no podía leer porque veía las letras como si estuvieran vivas, engordando y encogiéndose a su capricho. Me sequé los ojos con las manos y me puse a leer, otra vez desde el principio, porque no encontraba dónde se había quedado la maestra. En el aula de abajo se oían gritos y risas, porque yo leía muy bajito y casi ni se me oía, pero no me salía más voz para tapar esos murmullos, y encima me confundía muchas veces, pero tampoco quería dejar de leer, porque eso era lo que había mandado la maestra. Y así hasta que vinieron algunas mujeres a buscarnos y una vecina me llevó a casa. En la puerta de las escuelas, cuando salíamos, estaban todavía dos amigos de mi tío, pero no estaba la maestra, así que me llevé su libro a casa para guardárselo.

Conté a madre lo que había pasado, que el tío era un bruto, y ella dijo que era peor que eso, que brutos han sido todos en el pueblo desde siempre, pero sin ser tan salvajes como el tío y sus amigos de las camisas azules y las pistolas negras, y que lo mejor era no hablar de eso con la gente. Pero a padre yo sí quería contárselo, y otra vez le esperé despierta hasta muy tarde, abrazándome esa noche a mi muñeca de trapo y al libro de la maestra. Y padre que no venía, y yo me dormía un poco y luego me despertaba y escuchaba para saber si había llegado, y así muchas veces, pero nunca acababa de llegar. Vino madre muy de noche a mi cuarto y me sacó de la cama y me llevó en brazos a casa de los abuelos, acunándome por el camino como cuando era pequeñita. Ella y la abuela me dejaron acostada en la alcoba de arriba, pero cuando se fueron yo subí a hurtadillas a la cámara, porque desde el ventanuco de atrás veía las escuelas. Dos de los amigos del tío estaban fumando y bebiendo fuera, a la luz del farol de la entrada.

Más tarde vi a madre, que se acercaba a las escuelas con otra señora. Discutieron con los de la puerta, pero yo no pude oír lo que decían. Salió el tío y discutían más fuerte que antes, pero seguían sin dejarlas entrar. Tampoco quisieron coger un hatillo que les ofrecía madre y al final, como las echaban, madre y la otra mujer se tuvieron que marchar. Un buen rato después llegó el señor cura y a él sí le dejaron pasar sin discutir, pero ya no pude ver más porque me quedé dormida. Me desperté con el ruido de una camioneta que subía de las escuelas y se iba por la carretera. Ya estaban apagadas las luces y no se veía a nadie con camisas azules a la puerta de las escuelas, así que pensé que todos se habían acostado y por fin dejaban tranquila a la maestra. Me quedé dormida otra vez allí mismo, porque estaba tan cansada que no tenía ganas de bajar a la cama, pero me volví a despertar cuando sonaron, lejos, hacia el barranco de Valdesuero, como unos cohetes o truenos que retumbaron contra las laderas del páramo, aunque no era la fiesta de ningún pueblo ni había tormenta, pues se veían muchísimas estrellas en el cielo. Me dormí de nuevo en la ventana, hasta que me despertó madre al entrar en la cámara, de amanecida. Yo esperaba que me diera unos azotes por haberme salido de la cama, pero me abrazó mucho rato sin decir nada. Pregunté que si padre ya estaba segando otra vez, y que cuándo terminaba, para ir con él a las eras a ver trillar, porque montar en el trillo a dar vueltas y arrear a los machos sí que era divertido, y madre no dijo nada y me abrazaba más fuerte. Dije que tenía que ir a ver a la maestra a devolver su libro para que nos leyera más hojas, y madre seguía sin decir nada y no se despegaba de mí. Luego me miró y dijo que no volveríamos a ver a padre ni a la maestra, y yo pregunté que por qué, pero madre ya no pudo decir más. Otro día dijo que no había que hablar de eso con nadie, nunca, pero yo no me podía olvidar y cuando aprendí a escribir bien apunté estas letras en el libro de la maestra, por si alguna vez alguien que acabara de leerse la historia de don Quijote de La Mancha quería leer también la de mi padre y la maestra.

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