Fábulas morales
Stephen Crane (1871-1900), tras una vida desordenada y considerablemente crapulosa -bajos fondos neoyorquinos, naufragio y salvación, enfrentamientos con la policía, miles de deudas-, murió joven y arrastró tras de sí la aureola de una genialidad no consumada. Henry James y Joseph Conrad le honraron con su amistad y le admiraron como escritor, tanto como la crítica estadounidense e inglesa había admirado su célebre novela La roja insignia del valor (1895) (con Balzac y hasta con Tolstói le compararon). Ford Madox Ford, mucho tiempo después, en 1936, le atribuyó un papel esencial en la renovación de la narrativa angloamericana.
¿Y como poeta? También en ese aspecto jugó un interesante papel puesto que sus poemas supusieron una reacción contra la poesía de larga tradición romántica que aún dominaba en Estados Unidos a finales del XIX. Contra esos modos sentimentales y elegiacos, de victoriano sabor, se alzó el estilo depurado y sencillo de este poeta malogrado en quien Pound pudo ver un anticipo de su programa imaginista (recordemos: Des Imagistes, 1914).
LOS JINETES ROJOS
Stephen Crane
Traducción de
Nicolás Suescún
Hiperión. Madrid, 2006
151 páginas. 12 euros
Los jinetes negros (1895)
confirma lo anterior. Breves poemas que a veces muestran una sensibilidad deliciosa, a modo de perlas líricas dotadas de una cierta ingenuidad infantil donde se pone de manifiesto el milagro de la existencia (la existencia como milagro, podríamos decir). Pongamos este ejemplo: "Tres pajaritos en fila / posaban pensativos. / Un hombre pasó cerca del lugar. / (...
) Con arcaicas expresiones / lo observaron. / Eran muy curiosos, / esos pajaritos en fila".
Otras veces -las más- predomina un prosaísmo sentencioso y didáctico, modelado en breves narraciones donde la paradoja bulle para implantar cierto sentido de la verdad no convencional. En momentos deliciosos -los hay más insustanciales- se impone una limpidez cautivadora siempre con un trasfondo rebelde y batallador (no ser como hay que ser, no entender la vida como nos dicen que hay que entenderla). Así, un Dios bueno se expresa en íntimas y suaves melodías (frente a otro que truena fatalmente para imponer su ley): "La voz de Dios susurra en el corazón / tan suave / que el alma hace una pausa, / sin hacer ruido, / y busca con ansia aquellas melodías / distantes, como suspiros, como el más débil aliento
...". Por su parte, la sencillez reclama un lugar frente a los anhelos de grandeza: "¿Por qué luchas por la grandeza, tonto? / Arranca una rama y póntela. / También es suficiente".
A estos delicados sabores hay que añadir el que aporta la vida arrancada antes de tiempo, un inconfundible halo que es la voz secreta del genio malogrado.
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