El oso y la piel
Teóricamente, los demócratas deberían arrasar en las elecciones legislativas de noviembre y, a caballo de esa victoria, reconquistar la Casa Blanca dos años después. Nunca lo volverán a tener tan fácil como en esta ocasión. Un Bush, en caída libre, con unos índices de aceptación en torno al 30%, sólo comparables a los de Richard Nixon tras Watergate y Jimmy Carter después de la crisis iraní; una guerra cada vez más impopular; un programa legislativo fracasado; un déficit fiscal galopante y, sobre todo, una percepción de que la Administración ha perdido el norte y su presidente no sabe hacia dónde quiere llevar al país. Hasta el punto de que sólo en cuatro de la treintena de estados que votaron por los republicanos en 2004 -Utah, Idaho, Nebraska y Wyoming (el estado de Dick Cheney)- Bush consigue raspar el listón del 50% de popularidad. A favor de los demócratas jugaría también el hecho de que, tradicionalmente, el electorado americano, enemigo declarado de una excesiva concentración de poderes desde la fundación de la república, tiende a favorecer un Congreso en manos de un partido distinto al del ocupante de la Casa Blanca. Hasta aquí, la teoría con óptica parlamentaria europea. La práctica, desde el punto de vista del sistema estadounidense, es muy distinta.
En primer lugar, faltan todavía casi seis meses para las legislativas del 7 de noviembre y dos años y medio para las presidenciales. Y, como señalaba Harold Wilson, "en política una semana puede equivaler a un siglo". En segundo lugar, el ciudadano americano es bastante parco a la hora de votar, sobre todo cuando se trata de renovar el Congreso, lo que supone un plus para los congresistas y senadores que se presentan a la reelección. Con una media de participación en las legislativas que rara vez supera un tercio del censo electoral, la conquista de una, no digamos de las dos Cámaras del Congreso, no es tarea fácil. Para lograr el control del Capitolio, los demócratas necesitarían hacerse con 15 nuevos escaños en la Cámara de Representantes, que renueva a la totalidad de sus 435 miembros, y colocar a seis nuevos senadores en la Cámara alta, donde sólo un tercio de los 100 escaños se dilucidan en noviembre. Y hay un tercer considerando. Es verdad que, a día de hoy, Bush está desgastado, casi amortizado, como político. Pero ni siquiera los propios republicanos que cuestionan su gestión -y los hay a puñados- discuten su liderazgo en el Grand Old Party (GOP). A esto se añade la fascinación que ejerce en el americano medio la Presidencia de la nación -una profesión de fe constitucional más que una simple institución-, que en Estados Unidos, además, lleva aparejada la jefatura efectiva de las fuerzas armadas. Y no se olvide que para ese americano medio Estados Unidos está en guerra desde los ataques terroristas del 11-S.
La buena noticia para los demócratas es que, según una encuesta de AP-Ipsos de finales de abril, el 49% de los ciudadanos se decantaba por un Congreso de mayoría demócrata frente a un 33% partidario de mantener la actual mayoría republicana en las Cámaras. Datos no precisamente sorprendentes cuando la misma encuesta revela que la valoración del Congreso de mayoría republicana es todavía inferior a la de George Bush, un paupérrimo 23%. La mala es que los demócratas carecen hasta ahora de mensaje y de un líder. Les falta un programa coherente como el famoso Contract with America, lanzado por Newt Gingrich, que en 1994 arrebató la mayoría del Congreso a un presidente tan popular como Bill Clinton. Los líderes en el Congreso, Nancy Pelosi, en la Cámara baja, y Harry Reid, en la alta, carecen de proyección nacional. En cuanto a un liderazgo demócrata aceptado por todo el país, el último capítulo está por escribir. Dentro de las filas del centro-izquierda estadounidense, Hillary Clinton destaca, hasta ahora, sobre todos los demás aspirantes a liderar el partido. Pero la actual senadora por Nueva York sigue produciendo rechazos espasmódicos en su propio partido, sobre todo a raíz de su último viraje hacia posiciones conservadoras, después de ser el icono de las causas liberales. En resumen: a día de hoy, resulta prematuro ponerse la piel del oso antes de cazarlo.
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