Parches migratorios
Casi un millar de subsaharianos han llegado en apenas tres días a las costas de Canarias, principalmente a Tenerife, lo que cifra en más de 4.500 los que han arribado al archipiélago en lo que va de año, triste y grave marca. Tras la oleada de hace dos meses, el Gobierno se comprometió a tomar mayores medidas de vigilancia, a agilizar los convenios de repatriación con los países de donde proceden los ilegales y a iniciar negociaciones con los que aún no los han suscrito. La vicepresidenta Fernández de la Vega viajó en marzo a Canarias y una delegación oficial fue a Mauritania, el país que ha relevado a Marruecos como punto de salida del incesante flujo de pateras o cayucos. Fueron actuaciones meritorias, pero que desataron un punto de triunfalismo y la sensación de que el problema estaba ya encauzado. Vana ilusión.
Se desconoce si los frutos llegarán más tarde, cuando cristalice ese plan África de ayuda al desarrollo que pergeña el Ministerio de Exteriores. Pero, a día de hoy, hay que sentenciar que estas acciones no han sido suficientes, o tal vez no han sido cumplimentadas como se debía. Canarias acusa al Gobierno de dejadez y de poner últimamente más atención a cuestiones como el impacto de la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia que a esta nueva avalancha.
Ayer, la escena de "hay que hacer algo" se repitió, con muy idéntico formato a la de marzo. La vicepresidenta convocó un gabinete de crisis al que asistieron los ministros de Interior y Trabajo (el de Exteriores se encontraba en Bruselas), así como otros responsables de áreas. En el encuentro se acordó incrementar el control aéreo y marítimo y el empleo de un satélite -¿cómo no se reforzó la vigilancia tras los mensajes de pesqueros españoles que avisaban desde hacía una semana de un nuevo flujo importante de embarcaciones clandestinas?-. También se decidió el envío de patrulleras a Mauritania, algo que ya se adelantó en marzo, aunque la primera en salir lo hizo sólo ayer; el traslado a la región de un grupo de diplomáticos para colaborar in situ y la agilización de los convenios de repatriación, lo que hasta ahora se resume en unos pocos centenares de sin papeles que, a la luz de los focos de la televisión, suben de regreso a su país de origen o de paso, pero con la firme voluntad de regresar cuanto antes a lo que ven como su anhelada arcadia.
Sin duda, el problema de la inmigración clandestina no se resuelve en un minuto con gestos aislados de un Gobierno, que se agotan incluso antes de efectuarse o se pudren en la desesperante burocracia. Ya se ha repetido más de una vez que, respecto al sur del continente, no cabe ceñir las responsabilidades exclusivamente a España. La Unión Europea debe asumir también las suyas. Los Veinticinco son conscientes de ello, pero parecen moverse a espasmos: mecanismos de intervención rápida, desbloqueo de fondos de ayuda, envío de misiones, etcétera. Suenan a parches que malamente esconden la falta de una estrategia común más ambiciosa.
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