Fernando Cruz, un torero poderoso

Es evidente que Fernando Cruz tiene hambre. De triunfos, se entiende, aunque debe ser de poco comer por su delgada complexión. Pero ese otro apetito nace del corazón de un torero de los pies a la cabeza, poderoso, arrojado, inteligente y artista a un tiempo.

Fernando Cruz dictó ayer la auténtica verdad del toreo con un valor sin cuento, con un pasmoso dominio de la situación y una muleta tersa que enseñó a embestir a un toro violento, de cortísimo viaje, que se negaba a aceptar el criterio del matador. Pero cuando un torero torea, manda. Y vaya si mandó Cruz en el tercero de la tarde, que embestía, como los demás, con la cara alta y enorme brusquedad. Plantó las zapatillas en la arena, colocó la muleta por delante, siempre perfectamente situado, y aguantó estoico los temibles parones del animal. A base de exponer consiguió algunos redondos largos y hondos que supieron a gloria. Se echó la muleta a la izquierda, el toro dijo que nones y el torero se empeñó en que ése era el único camino. A punto estuvo de sufrir un revolcón, pero le ganó el pulso a su oponente con un valor espartano que puso un nudo en la garganta del público. Así, consiguió naturales de bella y emocionante factura, y la plaza vibró cuando el torero, ya convertido en dueño y señor de la situación, ligó una última tanda con maestría lidiadora. Cortó una oreja que vale su peso en oro, sobre todo para quien tiene tanta hambre de triunfos y tanta disposición para ser figura. Honor y gloria, pues, a un torero heroico.

No pudo ratificar en el último un triunfo que le hubiera abierto la puerta grande, pero el animal era un completo inválido que escenificó el deprimente numerito de la costalada en el ruedo a mitad de faena. Cruz lo recibió con unas vibrantes verónicas que presagiaban lo mejor, pero el hombre dispone, y el toro, en este caso, lo descompone todo.

Manuel Amador fue la pesada cruz de un trago muy amargo. Su lote también fue deslucido, pero él dejó claro que no es torero de pelea. Hacía falta un diestro valeroso, y el valor, precisamente, no es una cualidad que adorne a este hombre. Muy precavido y con escasos recursos, sufrió el enfado del público en sus dos toros, ante los que no pudo quedarse quieto, y los mató de mala manera, echándose fuera con descaro. No es torero para toros de esta calaña, y él dirá que si no puede venir con éstos, cuándo podrá venir con los otros. Así de dura es la vida del artista.

Quizá le faltó a Paulita el punto de heroicidad necesario para brillar en esta corrida tan importante para él, en la que no fue peaje suficiente la voluntad y la porfía que el torero derrochó. Muy violento fue su primero, al que hizo un ceñidísimo quite por chicuelinas, y se ganó un pitonazo en el pecho cuando intentaba justificarse con tan desabrido animal. Muy descastado fue el quinto; lo intentó sin éxito por ambos lados y lo único que consiguió fue aburrir al personal.

Una nota final para el recuerdo: dos toreros a caballo, Diego Ochoa, picador de Paulita, y Pedro Iturralde, de la cuadrilla de Cruz, que dictaron sendas lecciones magistrales de lo que es y nunca debió dejar de ser una suerte bella: el arte de picar. Ole.