Justicia poética
En una de las capitales vascas la Policía Municipal detecta cada vez más fraudes relacionados con las plazas de aparcamiento para minusválidos y con las tarjetas que autorizan el uso de tales plazas. Al parecer, al tradicional descaro de quien aparca sin derecho se une ahora un nuevo fraude: el de la emisión de tarjetas falsas. Las informaciones nada dicen de un posible mercado negro de tarjetas pero, a la vista de lo arduo que resulta aparcar en cualquier casco urbano, no hay que descartar que la transmisión de esta clase de documentos esté alcanzando precios astronómicos.
Nadie ignora que las plazas de aparcamiento reservadas a minusválidos son sistemáticamente usurpadas por conductores sin tarjeta (y sin escrúpulos), pero no habíamos pensado en la sofisticada existencia de falsificaciones, dirigidas a engañar a las autoridades. La verdad es que si juntamos ambas categorías (los que aparcan por la cara y los falsificadores de tarjetas), la ocupación irregular de plazas reservadas debe encrespar el ánimo de los minusválidos, legítimos usuarios de ese espacio.
Hay que reconocer que la picaresca que alienta esta sistemática violación de las ordenanzas forman parte de lo más acendrado de nuestra identidad cultural. En los países anglosajones, la conciencia de ciudadano y de contribuyente es la herramienta ideológica que sustenta la dignidad personal frente al poder. En los países mediterráneos, en cambio, el concepto de ciudadanía suscita escepticismo y no menos escepticismo suscita el poder público, al que se le toleran muchas cosas sólo porque, vía subvencionatoria, envía fondos públicos a todo el mundo; prácticamente a todo grupo que sepa organizarse y hacer su aparición con una mínima arrogancia. Si el ciudadano anglosajón recurre a los tribunales cada vez que se siente agraviado por la autoridad, el azorado superviviente del Sur prefiere guardársela cada vez que padece un atropello y prepara su venganza. La picaresca tiene ese matiz de reparación extravagante, de indemnización arrebatada de soslayo a una burocracia torpe, pesada y que además sestea a partir de las tres.
Si en las democracias consolidadas existe el compromiso de que tanto el poder público como el ciudadano jueguen limpio, en las democracias inestables como la nuestra el poder público y el ciudadano prefieren engañarse mutuamente. Aquí no podemos depositar demasiada convicción en la defensa de nuestros derechos frente al poder porque, de forma simétrica, procuramos aprovecharnos del poder todo lo que sea posible.
La secular picaresca entre poder público y personas privadas que caracteriza a las culturas mediterráneas tiene, por supuesto, damnificados muy concretos. En primer lugar, la sociedad, que debe soportar toda clase de lastres (ineficacia de la administración, cultura de apropiación del empleo por parte del funcionariado, sangrías subvencionatorias hacia todo grupo de presión organizado, etc.), pero también perjudica a esos o a otros colectivos (como puede ser el de los minusválidos), cuando ven que sus plazas de aparcamiento son usurpadas por toda clase de bribones.
Claro que a la tradicional picaresca se le une una picaresca de segundo grado. Y ésta nos remite, de nuevo, a que es tan grande nuestra desconfianza de la Justicia que hace aún más improbable que todo cambie alguna vez. Así, las informaciones que recientemente denunciaban el uso ilegítimo de las plazas para minusválidos aludían a una tercera categoría de infractores: la de los familiares de minusválidos que, al parecer, frecuentemente hacen uso ilegítimo de las tarjetas de sus parientes. Quizás viendo algunos minusválidos cómo los que no lo son usurpan impunemente aquello que no es suyo, también ellos deciden represaliar al universo dejando la tarjeta a su hijo, a su cuñado o a su tía de Cuenca.
Es la nuestra una cultura predemocrática. Sabemos poco de justicia real, y por eso recurrimos a otra clase de justicia, una justicia poética, podríamos decir, siendo generosos con nosotros mismos.
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