Estatuto viable
La aprobación ayer por el Senado del Estatuto catalán abre la vía al referéndum para su ratificación popular en Cataluña en junio. Pese a sus numerosas imperfecciones, es una ley más generosa con el poder autonómico que el texto de 1979
: mejora su financiación, amplía competencias, equipara las lenguas catalana y castellana, y crea un consejo de justicia de Cataluña, de acuerdo con la ley orgánica correspondiente.
Probablemente, dará lugar a conflictos técnico-jurídicos de todo tipo. Pero, en cualquier caso, es fruto de un consenso bastante equilibrado: no tan amplio como sería deseable, pero sí políticamente practicable. El texto resuelve el reconocimiento de Cataluña con una fórmula flexible, aceptable para el PSOE y para tres de los partidos catalanes (PSC, CiU e ICV-EUiA). Allí donde unos leen "nación", otros ven exclusivamente una apreciación del Parlamento de Cataluña contenida en el preámbulo. Y es que no siempre las leyes más perfectas resultan a la larga ni mejores ni más duraderas.
En realidad, todos los estatutos de autonomía catalanes -el de 1932, el de 1979 y el que ayer salió del Senado- han sido fruto de una intensa negociación política con concesiones por ambas partes. El texto aprobado por la Cámara catalana el 30 de septiembre pasado ha sido limado de excesos y correctamente ajustado durante su tramitación en las Cortes en aras de su completo encaje constitucional. Se trataba de encauzar las aspiraciones de una sociedad de fuerte personalidad en la realidad plural de España, y de superar unos mecanismos que admitían una mejora tras cinco lustros de autonomía.
El Estatuto enumera competencias
compartidas, ejecutivas y exclusivas. Sobre estas últimas, la Generalitat ostenta de forma íntegra las potestades legislativa, reglamentaria y función ejecutiva. La financiación, eliminadas las distorsiones del proyecto inicial, prevé que el Gobierno catalán gestione una importante cesta de impuestos e instrumentos recaudatorios eficaces. Y en lo simbólico se incluye el término "nacional" referido a "la bandera, la fiesta y el himno".
No es, pues, una ley de poco calado. Por ello, y por la impericia de sus patrocinadores originales, no es de extrañar que el camino hacia el consenso haya resultado tortuoso. En el trayecto se ha caído el apoyo de uno de sus mentores: Esquerra Republicana, que finalmente ha optado por el no con vistas al referéndum, más en clave partidista que de política general. Los republicanos son en buena medida padres de ese texto que ahora repudian en público, pero que desean que se apruebe, en privado, hasta el punto de evitar que descarrilara ayer en su trámite en el Senado. El vaivén es tan ostentoso que ha puesto al tripartito de Pasqual Maragall en el disparadero, asunto que deberá dilucidarse sin retraso.
El voto negativo del PP, aunque coincida con el de ERC por el otro extremo del arco parlamentario, exhibe distinta genealogía. Su recogida de firmas se ha convertido en una peligrosa operación en la que la oposición al Estatuto ha excitado fobias y estereotipos negativos respecto a Cataluña. Por eso, la próxima campaña del referéndum será un buen termómetro para medir si los populares orientan sus críticas desde la argumentación o prefieren seguir agitando pasiones.
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