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Columna
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La gran celada

Josep Ramoneda

Muchas cosas se deben haber hecho mal cuando en dos años se han liquidado todas las expectativas en torno a la alternativa "catalanista y de izquierdas" en Cataluña. El Gobierno tripartito representaba, por fin, la posibilidad de la alternancia en Cataluña. Y, sobre todo, normalizaba el país al articular la política sobre el eje derecha / izquierda, como en todas las democracias avanzadas, y no sobre el eje nacionalistas / no nacionalistas. Todo se ha venido abajo. Y aunque todas las miradas confluyan sobre Esquerra Republicana, nadie en el tripartito puede considerarse ajeno a este desastre. El Pacto del Tinell debía servir para que Esquerra Republicana disputara la hegemonía del nacionalismo catalán a CiU y para consolidar un espacio de izquierda plural con voluntad reformista. El Estatut debía ser el instrumento común para soldar la unidad del Gobierno. Nada de nada. CiU ha pasado la amarga experiencia de la pérdida del poder después de veintitrés años aparentemente sin grandes costes y en condiciones de competir por la victoria en las próximas elecciones, rompiendo la tradición de que una crisis profunda acompaña siempre al partido que deja de gobernar. Y el Estatut ha servido para que el Gobierno se dividiera y la confusión se apoderara de Esquerra Republicana cuyos dirigentes han dado todo tipo de bandazos en las últimas semanas.

El 21 de enero, José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas cerraban en la Moncloa el acuerdo sobre el Estatuto catalán. Con el paso de los días esta maniobra adquiere la dimensión de una gran celada: Zapatero y Mas consiguieron debilitar seriamente la autoridad del presidente Maragall, que vio cómo el líder de la oposición y no él era el interlocutor decisivo del Gobierno en la negociación del Estatuto, y consiguieron también provocar el caos en Esquerra Republicana, que no se ha recuperado de aquel trance, y se ha metido en una autodestructiva guerra interna. No sé qué hubo de cálculo político y qué ha habido de casualidad en las consecuencias de la maniobra entre un presidente que necesitaba urgentemente que pasara el cáliz del Estatuto catalán y un líder de la oposición a la búsqueda del espaldarazo que le situara de nuevo en la disputa de la pole position. Naturalmente el entorno de aduladores de uno y otro, especialmente los de Zapatero más crecidos que nunca, lo explican como una operación calculada al milímetro. Desde mi escepticismo tengo la sensación que el factor humano -los celos de los que se sintieron ninguneados- y la cadena de errores, anteriores y posteriores a la reunión, de los líderes del tripartito han sido tanto o más decisivos que cualquier cálculo táctico. Pero lo cierto es que tres meses más tarde el tripartito está descalabrado. Que Mas lo buscaba es obvio, pero los hechos y las insinuaciones dan a pensar que Zapatero también. El presidente del Gobierno sentía que el PSC liderado por Maragall y metido en el tripartito le creaba más problemas que los que le resolvía. De modo que Maragall y Esquerra eran vistos como un lastre para consolidar la hegemonía socialista en España. Y cuando se está en el cénit del poder -el Zapatero de ahora no es la incógnita de hace dos años- se procura soltar lastre.

Naturalmente, las miradas se concentran en Esquerra a la hora de señalar responsables del fracaso del tripartito. Hay motivo. La forma como la dirección -enfrascada en una lucha por el poder entre Carretero, Puigcercós y Carod- se ha ido adoptando camaleónicamente a los deseos de las asambleas -una representación muy reducida y aleatoria de las bases del partido- es una muestra más de la falta de preparación de Esquerra para las responsabilidades de gobierno. La militancia es siempre un grupo de presión de mentalidad mucho más estrecha que el electorado. Entregarse a ella es reducir el propio espacio. Democracia asamblearia y democracia representativa son incompatibles. En este sentido, probablemente hay una fecha mucho más decisiva de lo que parece para la suerte del tripartito: el día del último congreso del partido en que Carod y Puigcercós fracasaron en su intento de cambiar el modelo organizativo. De aquella derrota ante las bases, salieron estos lodos. Esquerra ha cometido infinidad de errores en todo el proceso estatutario. Su única preocupación era no aparecer como menos nacionalistas que CiU. Cualquier paso lo daban con un ojo puesto en el retrovisor para que CiU no les adelantara. Le esperaban por la izquierda y les adelantó por la derecha.

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Con todo, la incapacidad de Esquerra para entender qué significa gobernar, y las torpezas acumuladas desde Persignan hasta Xavier Vendrell, no eximen de responsabilidad al PSC y, especialmente, al presidente de la Generalitat. Al fin y al cabo es el capitán que estaba al frente del barco y, por tanto, el que preside el naufragio. En ningún momento fue capaz de imponer su autoridad, por el miedo a perder el poder. Ni siquiera en el último episodio: cuando Esquerra le propuso a Vendrell como conseller y no se lo devolvió. ¿Qué hubiese pasado? Nada que no haya pasado después y con la autoridad del presidente más debilitada todavía. El presidente Maragall al acentuar sus querencias nacionalistas -algunos dados al pensamiento mágico dicen que es el espíritu del cargo- para contentar a Esquerra y, supuestamente, morder en el electorado de CiU, se ha alejado de las bases electorales del socialismo y ha encontrado la desconfianza en Zapatero, que había confiado en él como motor de la segunda reforma del Estado de las autonomías. Maragall a los dos años está solo. Y tiene ahora que tomar a la desesperada la decisión que no tomó en otros momentos críticos: jugársela al todo por el todo con un gesto que reponga si no ya la autoridad por lo menos la dignidad.

Se ha hecho un daño irreparable a la izquierda catalana. El trabajo honesto, serio y de fondo de alguno de los consellers -¿habían estado las finanzas de la Generalitat alguna vez tan bien como ahora?- ha quedado desdibujado. Y la continuidad de un gobierno de izquierdas está absolutamente en precario. En un Gobierno pensado contra el Partido Popular se quiso utilizar el proceso estatutario para cohesionarse contra el enemigo común y, de paso, castigar a CiU por sus alianzas pasadas. Ganó Zapatero y no se supo cambiar el chip. En política, el orden de las cosas es muy importante. El tripartito lo invirtió. Debían haber empezado por gobernar y, una vez ganada la legitimidad por esta vía, afrontar las reformas estatutarias en una segunda legislatura. Por inseguridad o por error estratégico quisieron hacer lo contrario. Y ahora todo se juega en un referéndum que es siempre el peor de los terrenos. Y se juega desde el descrédito de una izquierda que ha conseguido que muchos, entre los que me cuento, nos sintamos profundamente defraudados. Después de 23 años de CiU, ¿era esto lo que merecíamos?

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