Treinta, y tantos
Treinta años suele ser el tiempo que habitualmente se atribuye a una generación, aunque en realidad, según la teoría de Tácito y de Ortega y Gasset, corresponda a dos, de 15 años cada una. En todo caso, desde el punto de vista vital, es una marca temporal más importante que los 20 o 25. EL PAÍS cumple el próximo jueves 30 años. Las perspectivas cambian según desde qué atalaya temporal se la mire. Si nos situamos en aquel 4 de mayo de 1976, cuando España estaba iniciando su transición hacia la democracia, otros 30 años hacia atrás llevan a 1946, con una España tenebrosa y una Europa aún destruida por la II Guerra Mundial que había acabado sólo 12 meses antes. La guerra fría estaba comenzando pero aún no había llegado al dramatismo posterior. Y la descolonización sólo empezaba.
De 1946 a 1976 cambiaron muchas cosas, y en estos últimos 30 años, muchas más. La democracia se ha ampliado en el mundo, a comenzar por España. Se ha construido una Europa unida que, salvo el violento sobresalto de la antigua Yugoslavia, parece haber desterrado la guerra de Europa. Somos las primeras generaciones europeas que no hemos vivido ninguna guerra en nuestro territorio, aunque nuestros países estén implicados en otras lejanas, como Afganistán, o hayamos padecido otros tipos de violencia como los terrorismos. Las referencias de las nuevas generaciones son otras. Vivieron la Transición española desde otra altura vital, o incluso la han aprendido en los libros de Historia o en la serie Cuéntame, lo que cambia las perspectivas sobre la Constitución o la integración europea.
Sin embargo, todo este cambio o transformación es poco comparándolo con el cambio previsible, y no digamos ya con el imprevisible, en los próximos 30 años. China e India habrán ascendido. Las migraciones habrán cambiado a los inmigrantes y a los países de acogida, incluido el nuestro. Con toda la importancia que tenga la política, sin embargo, nuestras vidas han cambiado aún más de la mano de la tecnología (que tiene también efectos perversos), a un ritmo que desde 1976, más o menos, se acelera de forma no lineal. Véase la velocidad a la que se han introducido la televisión por satélite, Internet o los móviles, por citar unos ejemplos.
El cruce de tres revoluciones solapadas y complementarias, la genética, la de la nanotecnología y la de la robótica, puede afectar a nuestra senescencia, además de convertirnos en auténticos ciborgs. Es la tesis de uno de los mejores futurólogos de la tecnología, Ray Kurzweil, en un fascinante libro (The Singularity is near, de 652 densas páginas) en el que anuncia esa singularidad, "una expansión de la inteligencia humana por un factor de miles de millones a través de la fusión con su forma no biológica", la fusión del hombre y la máquina, que llegará, aunque no de golpe, para 2045, es decir, un poco -nueve años- más allá del horizonte temporal que nos ocupa. Esas máquinas ya nos superarán no sólo en velocidad de cálculo y hasta de pensamiento, sino incluso en eso que se viene a llamar "inteligencia emocional". La inteligencia no biológica creada en ese año será 1.000 millones de veces más poderosa que toda la inteligencia humana de hoy, según Kurzweil.
Éste considera que el hardware que puede emular el cerebro humano estará disponible en 2020 por 1.000 dólares. Estaremos ya en la parte empinada de la curva del cambio tecnológico, con una energía mucho más barata para todo esto. En ese futuro nada lejano, los humanos podrán llevar implantados varios centenares de robots más que miniaturizados (nanobots) en el cerebro. Previsiblemente, se planteará el problema de la brecha entre los que tengan acceso a toda esta tecnología y los que no.
Preparémonos, pues estamos acelerando. En otros 30 años puede llegar a recibir EL PAÍS, muy cambiado, directamente al nanobot en su cerebro. Un vaticinio: el Real Madrid y el Barça seguirán, más globalizados aún, aunque sus jugadores serán aún más ciborgs que el resto de la población. aortega@elpais.es
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