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Columna
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Los chicos con las chicas

Con tanto obispo y cardenal opinando sobre lo divino y, lo que es más inquietante, lo humano y tanta religión y tanto beato, me parece que voy a salir de casa y me voy a cruzar con la Regenta y que nos vamos a mirar con cara de culpabilidad y luego vamos a agachar las cabezas camino de la iglesia. Sin embargo, al mismo tiempo, abro el periódico y me encuentro con que la nave Venus Express ya está en la órbita de Venus, y ha corrido como la pólvora entre los jóvenes la noticia de que han salido unos anillos vibradores con una minibatería incorporada, que mediante el boca a boca se está convirtiendo en El código Da Vinci de la marca de preservativos que los ha inventado. Pero qué confusos tiempos éstos, porque frente a esta novedad dirigida a unir nos asalta la fantasmagórica pretensión de separar a los chicos y chicas en los colegios, lo que supone retroceder de golpe unos 30 años.

Por lo visto en Madrid ya hay 20 centros con lo que llaman educación diferenciada, de los que seis son concertados. No me gusta la idea, no me apetece que la mítica e ingenua canción de Los Bravos, Los chicos con las chicas, vuelva convertida en canción protesta. Lo siguiente qué será: ¿profesores para los chicos y profesoras para las chicas? Mientras algunos abogan por este retroceso, llevamos encima móviles con los que podemos hablar, oír, ver, grabar, fotografiar, recordar; la nanotecnología se mete por nuestras venas y por la realidad invisible que nos rodea y se habla de moléculas como si tal cosa, eso sí siempre que no bromeemos ni ironicemos sobre ninguna creencia. ¿Cómo se puede ir para delante y para atrás a la vez? Se podría decir que funcionamos con el mismo movimiento que una plancha, avanzando y retrocediendo sin descanso.

El caso es que todavía estamos sufriendo las secuelas de tanta separación de género, de hecho aún estamos separados y nos estudiamos con recelo y a la mínima decimos eso de las mujeres son así y los hombres son asá. Tonterías. Todo es cuestión de convivencia y educación conjunta, de oportunidades y de que las dificultades de la vida, que son muchas, no se distribuyan según el sexo. A algunos no nos han llegado a convencer esas pamplinas de que las mujeres somos más aptas para el lenguaje y ellos para las matemáticas, nosotras para la orientación espacial ¿o son ellos?, y ellos para las emociones ¿o somos nosotras? Uno de los dos posee más habilidad en los dedos según los expertos, ¿quién será? Y otras sutilezas que jamás hemos logrado observar en la práctica. No son reales. Las capacidades parecen ser más que nada individuales y favorecidas o no por el ambiente. Personalmente, tengo comprobado que mis fallos no son propios de las mujeres sino sólo míos y a veces de algún hombre también, y lo mismo podría decir de las cualidades. Aún no se sabe cómo curar el Alzheimer o el Parkinson o cómo reparar las lesiones neuronales y algunos están empeñados en buscar diferencias cerebrales entre los sexos, que de momento no está tan mal visto como buscarlas entre las razas. Y al igual que entre un color u otro de piel, las diferencias siempre las han sostenido los prejuicios y los privilegios de unos sobre otros. Lo que hace falta es que las aulas no estén masificadas y que se pueda prestar una mayor atención individualizada como se hace en otros países europeos, porque lo que es conveniente para un niño no lo es tanto para otro. Parece que el fracaso escolar pide un sistema de enseñanza flexible que se pueda adaptar a las aptitudes del alumno en concreto y no al revés.

Desde luego, si de algo carecemos todos es de sentido común, esto no hace falta investigarlo. Personalmente, nunca he querido ser un hombre, pero tampoco me ha vuelto loca ser mujer y tener que cargar con lo de si hay o no literatura femenina. Ahora que lo pienso, quizá me neutralizaron en uno de esos colegios mixtos a los que me llevaban mis padres donde a todos nos igualaban los coscorrones que nos llovían sin miramiento de género. Desde entonces creo ver en mis amigos, conocidos, colegas y desconocidos en general, a mis compañeros de pupitre con los pantalones cortos y las costras en las rodillas típicas de la época, la manera natural de pasarnos información sobre el mundo, sobre las profesiones de nuestros padres encumbradas según nuestros deseos, sobre lo que ganaban y lo que ganaríamos nosotros cuando llegásemos a ser como ahora somos.

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