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Columna
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Crueles y decadentes

El Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso ha propuesto la adhesión del Gobierno al Proyecto Gran Simio (The Great Ape Projet), por iniciativa de su diputado por Sevilla Francisco Garrido, contra la esclavitud de los simios. Yo veo en la propuesta un eco del viejo Derecho romano, con su distinción entre personas y cosas, cuando esclavos y animales pertenecían a la categoría de cosas, y Varrón, el erudito latino de antes de Cristo, dividía en tres las cosas que sirven para cultivar los campos: herramientas vocales, semivocales y mudas, es decir, esclavos, bueyes y carros, todo material fungible y desechable.

Está bien que el Grupo Socialista quiera rescatar a los simios de la categoría de cosas. Pero la propaganda del Proyecto, que se presenta como simple y radical, pide algo más para estos animales antropoides: su "inclusión inmediata en la categoría de personas", reconociéndoseles los derechos fundamentales, parte de "una comunidad de iguales". No sé si los simios reconocen a los humanos como sus iguales, y, según mi opinión, no existe igualdad sin reciprocidad y corresponsabilidad. La compasiva concesión al simio de los derechos fundamentales no es un chiste: conecta con la idea, poco a poco dominante, de los derechos como gesto de piedad o caridad de los poderosos hacia los débiles.

Los simios tienen el prestigio de lo remoto: gorilas del África Central, chimpancés del centro de África, orangutanes de Sumatra y Borneo, películas de Hollywood. Ojalá el exotismo les ayude a salvarse de la tortura. Mucho más cerca, aquí, por estas fechas, celebramos la Feria de Abril. El diputado verde-socialista por Sevilla, ¿no podría llevar al Congreso alguna iniciativa, local y humilde, sobre las corridas de toros? No pienso en la prohibición de la matanza festiva del toro. Me contentaría con que el Estado, sus medios y sus representantes, no ejercieran como propagandistas ni defensores de las corridas.

Los toros son un gran espectáculo, una extraordinaria atracción que se fundamenta en el dolor del toro, aunque ni un sólo aficionado lo admita. El toro, un animal de 500 kilos, morirá en 15 minutos, una vez en el ruedo, después de ser mareado, pinchado, sangrado y estoqueado artísticamente. Para disfrutar de una corrida es necesario picar, banderillear, estoquear y, en caso de necesidad, apuntillar al toro, y aún brillará más la fiesta si al final se mutila al toro muerto, cortándole las orejas y arrastrándolo por la plaza. Pero la crueldad hacia los toros no la ven los taurinos. En el caso de que algún parlamentario nacional o autonómico solicitara que a este espectáculo se le retirase el apoyo público, estaría pidiéndole al Estado protección, además de para los animales, para aquellos ciudadanos que sí vemos los sucesivos pinchos, los topetazos contra los burladeros y barreras, la sangre del animal golpeado y sacrificado. Se trataría de una cuestión pedagógica: las instituciones recordarían que, a pesar de que muchos lo consideren estético y normal, no es normal soltar a un animal en un corral y hacerle daño para disfrute de los espectadores.

Y el animal, el toro bravo, parece cada vez más débil. Leo todos los días las crónicas de Antonio Lorca sobre la feria sevillana, y sólo encuentro toros descastados, inválidos, mansurrones, complicados, "blandos y sin sangre en las venas... sin motor, sin fuelle, sin raza... Toros tibios en los caballos y banderillas y hundidos en el tercio final". Se derrumban de cansancio. Provocan "sonoro aburrimiento, desilusiones profundas... Toros decadentes para que los aficionados huyan de las plazas", dice Antonio Lorca. No huyen los aficionados, aunque, desde que soy niño, aficionado a los toros por mi padre, siempre haya oído lamentar la decadencia y caída del toro de lidia, asunto que recuerda el del inminente fin del petróleo. Ni huyen los aficionados, ni aceptarán nunca su crueldad inconsciente, la realidad de que el sufrimiento sangriento del toro es necesario para su diversión.

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