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La resurrección de la República

El 75º aniversario de la proclamación alegre y pacífica de nuestra Segunda República se ha conmemorado muy de acuerdo con el momento político actual, no por interés arqueológico o nostálgico ni en contra de la monarquía parlamentaria o república coronada, pues justo lo que une a ambas más allá de quién desempeña la jefatura del Estado es su contenido democrático y sus valores de libertad, justicia social y autogobierno. Ha sido más bien un grito de alerta contra quienes, herederos del franquismo, insisten en tergiversar y ensuciar la breve historia republicana incluso en sus ataques obsesivos a los antecedentes familiares del presidente del Gobierno. Aquella dramática experiencia de los años treinta sigue retratando aún el enfrentamiento español entre la tradición democrática de las izquierdas y la autoritaria y reaccionaria de la eterna derecha, siempre unida en su desatino universal.

Ese retrato ha resurgido por la similitud entre el clima mental y social inducido con violencia por las derechas de entonces contra el incipiente, moderado y prácticamente único bienio (1931-1933) democratizador republicano y el provocado por el aznarismo desde que perdió su poder autoritario y se lanzó, rencoroso, a una oposición mendaz, catastrofista y desleal. Es muy significativo que el nuevo afán de los jóvenes historiadores por desvelar los crímenes ocultados del franquismo y su rechazo de las recientes versiones históricas que justifican el golpe militar de las derechas contra la República -e incluso asignan el impulso de la transición democrática no al pueblo español, sino al propio régimen caduco-, haya surgido durante los gobiernos del ex falangista Aznar y ante su imagen de un neofranquismo fantasmal, como si los herederos del autócrata no se hubieran integrado convencidamente en el consenso constitucional de 1978. Los demócratas de izquierda han incorporado la reivindicación de la República asesinada a la de toda la memoria histórica de una España combatiente por la democracia, el progreso social y el autogobierno, con sus valores morales, sus víctimas humanas y su esperanza en un país más justo y digno. La Constitución vigente recogió esa esperanza, pero el espíritu democrático no ha calado en toda la población ni en todos los dirigentes políticos. El talante de diálogo, respeto al adversario y a la verdad, de rechazo a toda clase de violencia (física o verbal, parlamentaria o mediática) o a la demagogia populista y nacionalista es una excepción frente al lenguaje bronco, la insidia permanente, la deslealtad del opositor y, a veces, también del aliado. Es evidente que esa es la estrategia de las derechas española y catalana; por tal razón, la que en su día emplearon contra la República desde el principio sirve de recuerdo y de lección. La Segunda República es hoy para nosotros el símbolo de una democracia en peligro. Ejemplo de ello lo tenemos en la crítica hecha a la fluidez de los pactos parlamentarios del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y a las tensiones naturales del Gobierno catalán de coalición. Unos y otras responden al principio del pluralismo dialogante y colaborante, y al respeto debido a las razones ajenas. Nada de eso es propio de las derechas autoritarias, monopolistas, que prefieren el mando dictatorial, la falta de trasparencia y la corrupción secreta. Cuando la democracia exige la justicia social, la izquierda es acusada de roja, intervencionista y enemiga de la libertad, igual que en el pasado.

Si sus intereses peligran, la derecha dice defender la patria, pero cuando conviene, la vende por interés personal o de partido mientras invoca su amor por ella. Ya decía el republicano José Bergamín que detrás de un patriota a menudo se oculta un comerciante.

Es claro que no todos los políticos republicanos o de izquierdas, ayer u hoy, se salvan de estos vicios consustanciales de la derecha, porque la mayor victoria de ésta es corromper moralmente a los que, de buena fe al principio, intentan imponer a los poderes particulares el de la generalidad. Pero si la Constitución vigente resucitó lo mejor del proyecto republicano, los políticos actuales han de resucitar los valores democráticos en su conducta diaria. O se gobierna desde el pueblo, con él y para él sin demagogias populistas o se cae en la partitocracia oligárquica al servicio de intereses egoístas vinculados a la conquista del poder público y del dinero de todos. Si esa distinción esencial entre la derecha y la izquierda no es visible a la ciudadanía, la democracia se pervierte y muere de modo más indigno que si hubiera sido pasada por las armas como en 1936. Pero tener clara la visión implica no olvidar que la derecha busca secretamente el abstencionismo, el desprecio o el asco ante la política para así recuperar, ante la apatía ciudadana, un poder del que fue expulsada y que sigue creyendo propio y robado por las urnas. Los señores Aznar, Mas o Berlusconi no han aceptado la sentencia electoral cuando les perjudica. Lanzan su artillería mediática sin descanso para desprestigiar los gobiernos de izquierda confiando en el hastío ciudadano, incluido el que provoca su estrategia desestabilizadora. Por eso es imprescindible para las izquierdas no dar el menor motivo de partidismo desleal o de copiar la corrupción heredada. Eso se acaba pagando en las urnas para regocijo de la derecha. En todo caso de la resurrección del espíritu republicano responde la ciudadanía. Cuando el ciudadano dimite en su defensa de la cosa pública (la res publica) el futuro dictador recupera su instrumento de dominación. Resucitar la República en nosotros es saber muy bien y denunciar quién, cómo y para qué socava nuestra democracia española y nuestro autogobierno catalán, desde la derecha o desde la izquierda, mientras afirma actuar en su defensa.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional.

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