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COLUMNISTAS
Columna
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Los samuráis y la guerra de las galaxias

Debo de estar verdaderamente muy vieja, porque tengo la sensación de que las nuevas generaciones están siendo educadas o más bien deseducadas de una manera un poco preocupante, y eso, justamente eso, o sea, creer que los jóvenes van por mal camino, es uno de los más claros síntomas del chocheo de la edad. Ya se sabe que en las pirámides de Egipto han aparecido pintadas de hace 4.000 años en las que pueden leerse cosas como "los jóvenes ya no respetan a sus mayores, no tienen sentido de la responsabilidad ni del sacrificio, sólo quieren divertirse, esto es un desastre", y demás quejas consuetudinarias que padres y abuelos han ido repitiendo a lo largo de los milenios sobre sus retoños. Si realmente las nuevas generaciones hubieran ido empeorando al ritmo de las críticas de sus mayores, la Humanidad se habría extinguido hace mucho tiempo en un paroxismo de imbecilidad e incapacidad. Y no ha sido así; de hecho, se diría que el porcentaje de imbéciles y de incapaces se mantiene estable (y abundante) a través de los siglos.

"El deber es ese mandato interior que nos hace intentar ser mejores de lo que somos"

Sin embargo, y aun a riesgo de ser simplemente la tópica persona mayor refunfuñona, no quiero dejar de anotar algo que me parece una ausencia clamorosa dentro de la educación actual occidental: la falta de énfasis en el deber. Esto es, hoy los niños y adolescentes conocen bien cuáles son sus derechos, y esto sin duda es un avance; pero me parece que muy pocos son instruidos en el hecho de que también tienen deberes, para sí mismos, para su familia, para la sociedad. Más bien vivimos en un mundo de placeres instantáneos, de una felicidad de consumo tan rápida y artificial como la fast-food. Me parece que a los chicos no se les enseña a aguantar los inevitables malestares cotidianos, a perseverar en las propias responsabilidades aunque resulten fastidiosas. Ni nosotros mismos, los adultos, perseveramos demasiado, porque en nuestra sociedad parece que es obligatorio estarse divirtiendo todo el rato. O eso es lo que nos muestran los anuncios publicitarios de televisión: una vida jaranera y perpetuamente dichosa.En el número de marzo de Historia 16 viene un interesante trabajo de Arturo Romero Fernández sobre el bushido, el código ético medieval de los samuráis. Los guerreros eran educados en una honda apreciación del honor personal, y el precepto moral más elevado del bushido era la rectitud, que era "la facultad de decidir cierta línea de conducta de acuerdo con la razón sin titubear: morir cuando es justo morir, matar cuando se debe matar", según la definición de un guerrero famoso. Estamos hablando de un código militar; de ahí las referencias a morir y matar. Pero el énfasis no está en la hazaña bélica, sino en la proeza ética: "Lo que la recta razón exigía a los samuráis", dice Romero Fernández, "era el cumplimiento de su deber".

Estemos o no educados en el deber, todos los seres humanos aspiramos a la trascendencia. A ser algo más que nuestros pequeños días, nuestra pequeña vida, nuestra siempre demasiado rápida e incomprensible muerte. Hay algo dentro de nosotros ávido de un orden ético y tal vez épico que nos haga sentirnos conformes con nosotros mismos y con nuestro paso por la existencia. Religiones y escuelas filosóficas intentaron colmar esa necesidad a través de los siglos. A mí me gustan especialmente los estoicos, para quienes la virtud era una disposición constante a vivir de acuerdo con la razón y el deber personal, que debían armonizar con la razón y los intereses colectivos. De nuevo el deber: sin ese mandato interior que nos hace intentar ser mejores de lo que somos, creo que la vida termina resultando muy embrutecedora.

Y los chicos lo intuyen, más allá de las pocas ganas y de la poca costumbre que tengan de sacrificarse por nada. Lo intuyen porque también llevan dentro de sí esa hambruna de trascendencia tan humana. Creo que esa es una de las razones del éxito de películas como La guerra de las galaxias: porque hablan de un mundo moral de guerreros estoicos. Y por eso, si la sociedad no enseña un camino del deber a las nuevas generaciones, muchos, impelidos por esa honda necesidad, se lo buscarán en lugares terribles: bandas jerarquizadas de matones de barrio o grupos terroristas, por ejemplo.

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