Fe y café
La reforma del Estatuto se ha empantanado en dos palabras o tres palabras, nacionalidad histórica o realidad nacional o realidad nacional como nacionalidad, y los parlamentarios de derechas e izquierdas, encerrados juntos doce horas seguidas, sólo avanzan en su desacuerdo y común acuerdo de no entenderse. La coincidencia total sería adormecedora y muda, pero la pelea anima el ambiente, un ambiente de ring ruidoso, cerrado y caldeado, que está rompiendo la indiferencia estupefacta del público ante el Estatuto. Todo el estrépito se arma en torno a dos o tres palabras sobre las que, en principio, yo veía conformes al PSOE y al PP: nacionalidad, nacionalidad histórica. Una nacionalidad ¿no es una realidad nacional?
El PP pide una declaración expresa de que Andalucía respetará la indisoluble e indivisible unidad de España, mediante copia literal de lo que dice la Constitución, tal como se hace en el Estatuto vigente. Puesto que a la Constitución, como fundamento, se remite todo el Estatuto, la copia literal de determinados párrafos suena a disciplina de colegio o penitencia de confesionario de 1981, cuando aún había que arrepentirse de no ser un poco franquista. Pero encuentro comprensible que el PP, hasta ayer defensor de la nacionalidad histórica andaluza, también se empeñe, con mayor énfasis, en acorazar la nacionalidad española, mucho más histórica. En el exceso de celo del PP, con su afán repetitivo y su unidad indivisible e indisoluble, hay algo de la tendencia a la reiteración propia de las letanías, las jaculatorias y los juramentos religiosos.
Los nacionalismos tienen mucho que ver con las religiones, que exigen pruebas a los sospechosos de fallar en la fe. Como las religiones, con sus mártires y herejes, los nacionalismos son una cuestión de fe: crees o no crees. Yo no creo. Los nacionalismos tienden al extremismo, al histrionismo: los partidarios de la realidad nacional andaluza, por ejemplo, consideran el ataque a sus ideas una agresión antiandaluza. Los de la realidad nacional española ven a sus adversarios como agentes antiespaña. Hubo un tiempo, hace más de un siglo, en el que cundió la esperanza de que, gracias al internacionalismo intelectual, comercial y proletario, los nacionalismos se acababan, pero ahora, en plena globalización, cada vez abundan más los nacionalismos y las naciones, multiplicadas mundialmente como los artículos del Estatuto andaluz, que de 75 han saltado a más de 200.
Y, a pesar de que los artículos sean tantos, casi nada se habla de ellos: estamos atrancados en el embudo del preámbulo y el tapón del primer artículo. Los nacionalismos son contagiosos, y el despego o displicencia nacional que provocaba el nuevo Estatuto se ha transmutado en pasión y café cargado para todos, aunque hablemos siempre de una sola línea, dos palabras que sobran y catorce palabras que faltan. Es un caso de simplificación absoluta, es decir, de confusión, pues los sentimientos son inatacables, contundentes argumentos: "Andalucía es una nación porque lo es, digan lo que digan los papeles", proclama una nacionalista andaluza. "España es la única nación española", contesta un nacionalista español. Los dos son irrebatibles.
Yo me conformo con que el Estatuto, como parece, se fundamente en la Constitución, con sus nacionalidades y regiones para todo tipo de sentimentalidades. El Estado, España, es un asunto administrativo, un pacto entre ciudadanos libres, iguales y corresponsables, un tostón burocrático, de discusiones públicas y recuento de votos y esas cosas, o así es mi Estado ideal. El nacionalismo es mucho más emocionante, más dramático, con sus agravios y comparaciones resentidas entre nacionalistas diversos, todos unidos en no ser menos que nadie. Yo, desde un punto de vista meramente administrativo, me considero españolista, es decir, encuentro admisible y defendible la Constitución española. No era españolista antes de la Constitución.
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