Las espadas del Museo Militar
Alguna vez hemos bajado los escalones pasando ante la serie de retratos renegridos y toscos de los sucesivos condes de Barcelona, pintados sin mucha convicción por un tal Ludovico Ariosto (sí, igual que el autor del Orlando furioso), para acceder a las galerías y salas llenas de vitrinas de armas del Museo Militar de Montjuïc. Mera reunión de colecciones dispuestas en orden decorativo, el museo se inauguró en el año 1962 con el propósito de exaltar el "glorioso alzamiento" del general Franco. Durante la transición fue aligerado de tales funciones, pero a costa de dejarlo sin criterio y sin discurso museográfico. Y ahora esas colecciones de armas, reordenadas según un orden elemental, sobreviven en precario al desinterés o la incomodidad de las administraciones civiles y militares. Es como si se avergonzasen.
Las armas del museo de Montjuïc inquietan e invitan a retener el aliento, pero ninguna como las vitrinas de espadas
Aun así es un lugar impresionante, que sobrecoge a la más roma imaginación, y como estas subterráneas galerías siempre están desiertas, salvo que se adentre por ellas algún turista ruso o un fantasma ululante, las armas blancas y la soledad de los corredores de techo curvo por donde resuena el eco de las propias pisadas sugieren la alusión machadiana a las "hondas bóvedas del alma", donde se confunden la voz y el eco y donde el alma vaga en un borroso laberinto de espejos, versos que un profesor por mí muy venerado recitaba gustosamente, paladeando cada palabra: Hondas. Bóvedas. Alma. Esta visita se hace con ánimo grave, como corresponde a un lugar donde se conservan cosas tan decisivas. "De lo inofensivo sólo brota lo inofensivo, de lo peligroso brota el pensamiento" (Sloterdijk). Aquí, nada de Fomento de las Artes Decorativas, sino picas y lanzas, cascos y morriones, mazas y dagas, y dagas de mano izquierda para parar el golpe de la espada enemiga dejando libre la espada para ofender, cotas de malla y petos, en algunos de los cuales se aprecia la abolladura de la bala que les disparaba el herrero, según dicen, para probar su resistencia. Todas esas armas de los siglos XVI, XVII y XVIII son inquietantes e invitan a retener el aliento, pero está claro que ninguna como las largas teorías de vitrinas de espadas.
En esas vitrinas se codean piezas muy restauradas en la rebotica de un anticuario, con réplicas de las que del original queda sólo la hoja, con espadas de verdad, espadas peligrosas que tal cual están se blandieron en combate hace cinco siglos, y que en tan viles compañías se estremecen de impaciencia, como los cuchillos orilleros aguardando una segunda oportunidad de combatir en el cajón de Borges, quien al leer la descripción de la espada de Roldán en La chanson de Roland, rompía a llorar: "E, Durendal, cum es bele e seintisme! En l'oriet punt assez i ad reliques: la dent seint Perre e del sanc seint Basilie e dels chevels mun seignor seint Denise, del vestement i ad seinte Marie. Il nen est dreiz que paiens te baillisent". (Ay, Durandarte, qué bella y santa eres. Llevas muchas reliquias en tu pomo dorado: el diente de san Pedro, sangre de san Basilio, cabellos de mi señor san Dionís y un trozo del vestido de santa María. No es justo que los paganos se apoderen de ti). ¿Por qué se emocionaba tanto al leer esto? Supongo que porque el héroe sabe que va a morir y trata de romper su espada para que no caiga en manos del enemigo, pero Durandarte no cede, y Roldán se despide con esas palabras tan emocionadas de aquello que ama: su espada.
También al ver Iván el Terrible de Éinsenstein, concretamente en el momento en que los caballeros teutones galopan en forma de cuña hacia las líneas rusas, cuando Iván dice a sus generales: "Dejad que penetre la cuña: los caballeros teutones siempre cargan de la misma forma", Borges rompía a llorar. Era sensible a la valentía y la soledad condenadas de aquellos temibles, pero vulnerables, y previsibles, hombres antiguos, que en sus trajes de metal cargan animosamente hacia la muerte, con la espada en alto. En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot se detiene complacido en la voz espada y después de recordarnos los nombres de algunas, la Balmunga de Sigfrido, la Escalibur de Arturo, la Durandarte de Rolando, la Joyosa de Carlomagno, las describe como símbolo de la agresividad espiritual, del ánimo del héroe, signo de libertad y de fuerza. Como es sabido, Cirlot las coleccionaba con verdadera pasión, con rigor, y en el catálogo que le dedicó el IVAM hace unos años se ven varias fotografías suyas en las que posa, vestido con espléndida elegancia, con traje claro, junto a sus espadas, que se alinean verticales, con la punta hacia arriba, sobre una pared blanca, y esas fotografías tienen un atractivo hipnótico, inolvidable, como retratos de un espíritu en vela absoluta y dispuesto a salir volando hacia allí adonde apuntan las espadas, y a toda velocidad. Ya no se puede ver espadas sin pensar en Cirlot. Yo lo considero un caballero teutón, dedicado, para su ventura o desventura, a escribir versos en Barcelona. En los tercetos encadenados de su formidable epístola a un antepasado capitán al que fusilaron en 1830, Cirlot le pide excusas por presentarse ante su recuerdo "sin espada, sin yelmo, sin espuelas", pero el poema es de 1946 y en adelante las espadas no le faltarían, pues las coleccionaba con mucha paciencia y rigor. No como fetiches, creo yo, sino como recordatorios exigentes; inertes pero peligrosos, para mejor afilar su pensamiento.
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