"Puedo asegurar que Bermeo no es un pueblo racista"
Los últimos tres años de la vida de Rigoberto Jara (Mineral El Teniente, 1938) en Chile están marcados por la opresión. Perito industrial, trabajaba en las oficinas centrales de la mina de cobre cuyo nombre lleva el poblado que le vio nacer. Antes había sido jefe de mantenimiento en la mina pero, cuando Augusto Pinochet se hizo con el poder, Jara ya vivía y trabajaba en Roncagua, a 80 kilómetros de Santiago de Chile. Jara, además, ostentaba "un cargo directivo en los sindicatos del cobre y era militante de la democracia cristiana. Tres años aguantó al dictador, tres años "viviendo la opresión", relata.
Sin embargo, la mente es traicionera. Ahora, ya con 68 años lo que recuerda de su vida en Chile es anterior a la angustia: "Me acuerdo de mi madre y de sus comidas". Esos sabores de su infancia son los que algunos días se hallan en su casa de Bermeo, los días en que él cocina: "Aunque haga un marmitako, siempre le doy un toque chileno".
"El inmigrante no sabe de leyes, si se va es porque lo necesita. Se juega su vida"
El corazón de Jara está entregado a su pueblo de acogida: "Soy bermeano", afirma rotundo. Cuando salió de Chile dejó atrás a su mujer y a sus tres hijos y, aunque poco después les envió dinero para venir, el matrimonio no aguantó los embates del sufrimiento pasado y la desolación de los primeros años como inmigrantes y se divorciaron. Años después, Jara se casó con una bermeana y tienen una hija de 20 años que estudia la carrera de psicología en euskera.
A Bermeo llegó siguiendo la estela de un compatriota que se había marchado unos meses antes y se había afincado en la localidad vizcaína. Aunque no le encontró, se quedó en el pueblo. Trabajó en la pesca durante 10 años, pero no en Bermeo sino en África. "Regresábamos cada cuatro o cinco meses y pásabamos una temporada larga en tierra". De una pensión pasó a una casa alquilada y ya por fin a una casa propia.
La inquietud política que le movía en Chile la transformó en el País Vasco en inquietud social. Aunque las cosas le han ido bien nunca se ha olvidado de su experiencia como inmigrante. Por eso, Jara se ha dedicado a ayudar a otros extranjeros que acuden a Euskadi. En la actualidad es presidente de honor de la ONG Harresiak Apurtuz de apoyo a los inmigrantes. Además, junto a su mujer recoge ropa, comida y objetos necesarios para enviarlos a países suramericanos. "Tengo un compromiso social, lo he tenido siempre".
Hace ya más de 20 que Jara dejó la mar, para formar una nueva familia con María Esther Astuy. Compró un local y puso una sala de recreativos. La droga que diezmó el pueblo también acabó con su local. Tuvo que cerrarlo. "Se me hacía muy pesado ver a los jóvenes, lo que les estaba pasando", explica. Tampoco en esos años duros de droga y sida, Jara fue un espectador pasivo. Colaboró activamente en la comisión antisida junto a Josu Unanue. "La droga era un cáncer social", sentencia.
Tras cerrar el local de recreativos, este hombre de gesto pausado y sonrisa pronta entró como encargado de mantenimiento en una residencia de ancianos. Por caracter calmado, en seguida le propusieron atender a los ancianos. "Realicé un curso de enfermería geriátrica y psiquiátrica y estuve trabajando ocho años en geriatría. Fue una época maravillosa. Cuidar de los ancianos, lavarles, hacerles compañía es un trabajo muy gratificante", dice.
Desde hace unos años su tiempo está dedicado "totalmente" a trabajar por la inmigración. "Uno es inmigrante toda la vida. Porque si no te acuerdas despierto, sueñas con ello. Yo aún ahora sueño con Pinochet y me despierto sobresaltado, y mira si han pasado años", comenta. Pero Jara no quisiera que se lo olvidaran aquellos años de desarraigo, para así comprender mejor a los que ahora llegan desde el extranjero. "El inmigrante no sabe de leyes. Si se va es porque lo necesita y se juega su vida en ello", indica. Él se marchó de Chile por motivos políticos, pero afirma que el emigrante actual lo es por razones económicas. "Una forma de normalizar los flujos migratorios sería que las comunidades autónomas tuvieran competencia para regularizar la inmigración que necesiten en sus territorios", opina.
En el puerto de Bermeo, el lugar que Rigoberto Jara considera que es el más bello de la localidad, mientras charla con EL PAÍS, constantemente le saludan los vecinos que pasan a su lado. "Me siento muy acogido y muy querido. Jamás he sentido discriminación alguna aquí. Puedo afirmar con toda seguridad que Bermeo no es un pueblo racista. Yo soy tan de aquí como cualquier otro", asegura. Y bromea: "Cuando llegué a Bermeo por primera vez lo sentí muy familiar porque todos tenían apellidos chilenos: Ormaetxea, Echevarría, Ugarte...".
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