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Columna
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Indigenismo, ¿revolución o revuelta?

Tras la elección de Evo Morales en Bolivia, la victoria de Ollanta Humala en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Perú ha confirmado que el indigenismo es una soberbia fuerza electoral en los países andinos. Al menos que se creyese que los indígenas eran meros adornos a la democracia electoral latinoamericana, necesariamente había que reparar en que, tanto en Bolivia como en Guatemala, los indígenas aportan en torno a las 2/3 partes del colegio electoral y casi la mitad en Perú y en Ecuador. Tampoco deberíamos hacernos cruces por su hambre atrasada de protagonismo político y económico. Los indígenas son los pobres de los pobres. En cualquiera de los países andinos -que son muy pobres- ser indígena aumenta automáticamente un 50% la probabilidad de vivir por debajo del umbral de pobreza y de que tus hijos tengan acceso a tan sólo el 40% de los años de escolaridad promedio de la población no indígena. Es decir, a que sean igual de pobres de solemnidad que eres tú y que fueron tus padres y abuelos.

Para atraer inversiones que expandan el potencial productivo del país no basta con la solidaridad y la buena voluntad

No hace falta hacer un gran esfuerzo para desde un país rico ser solidario con ellos. Y si el país rico es España con más razón, ya que basta asomarse a las páginas de la historia -o de Google- para sentirse culpable de su secular postración política y socioeconómica. Ahora bien, sería mejor que, en lugar de entregarnos a la melancolía de la culpabilidad, nos dedicáramos a entender las ideas, instituciones y ambiciones de los políticamente exitosos movimientos indigenistas. Si lo intentáramos quizá nos toparíamos con una obvia y delicada realidad: que el indigenismo, como el nacionalismo, se define por exclusión. Es decir, que los indígenas son los otros, algo que fácilmente intuiremos que lleva a que una parte de la identidad indigenistas se defina por exclusión y se asiente sobre el bucle melancólico de la existencia de un pasado feliz en el que el "pueblo indígena" fue feliz, noble y solidario. Como es bien conocido, ese mundo se acabó cuando llegaron los otros, que en este caso fuimos nosotros, los conquistadores españoles, y los expulsamos del Paraíso.

Independientemente de que uno esté o no dispuesto a abrazar ciegamente estas atroces simplificaciones de la historia, lo relevante es que la definición por contraposición requiere que efectivamente haya una "gobernabilidad indígena" identificable y genuinamente diferenciable de la gobernabilidad republicana. No hay que dar por sentado que el avance del indigenismo implica el fortalecimiento de la democracia republicana y de sus valores. Los nuestros. La propiedad privada, la igualdad de género, la libertad de pensamiento y, en general, la supremacía de los derechos y libertades individuales sobre los derechos colectivos. Por otra parte, la historia política de Evo y Humala sugiere que el respeto por la legalidad institucional fue limitado.

Quizá a alguien estas preocupaciones le resulten excesivas; algunos habrá que creerán que es un mero ardid táctico. O peor todavía, una inútil resistencia ante el empuje romántico y fáctico de la nueva revolución. Pero la suerte a medio y largo plazo de los "indígenas" dependerá de si los nuevos dirigentes son capaces de apostarle a la democracia, a sus instituciones y a la integración de sus países en la economía mundial; es decir, si la revolución de los pobres se convierte en el motor de la transformación de las economías y sociedades andinas.

Los augurios no son buenos. Los movimientos indigenistas tienen hoy dos palancas -la multiculturalidad y su alineamiento en contra de la globalización- que son mediáticamente muy poderosas, pero que no necesariamente constituyen una estrategia de desarrollo coherente. Para atraer inversiones que expandan el potencial productivo del país no basta con la solidaridad y la buena voluntad. Hace falta mucho más, a menos que se esté aspirando a muy poco. Y, aunque resulta impresionante que a estas alturas del fin de la historia alguien tenga solemnemente que proclamar que para la explotación de los recursos de su país lo que busca son socios, que no dueños, la verdad es que sin ahorro externo no es posible poner en valor las riquezas energéticas del subsuelo andino. Por muchos defectos que tenga la legalidad republicana sigue siendo el mejor sistema de convivencia. El que hay que reforzar para evitar que el militarismo, el dirigismo y valores culturales que en Europa nadie dudaría en tildar de arcaizantes sean los que definan el destino del 10% de la población latinoamericana. No se lo merecen después de todo el tiempo que llevan esperando.

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