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Columna
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La implicación como forma de vida

A la gente no le interesa la política. Pero ¿qué decir entonces del 83,6% de participación en las recientes elecciones italianas? La respuesta puede hallarse en que acaso no votaban unas ideas políticas. Fueron a las urnas no para manifestarse como ciudadanos conspicuos sino como nuevos sujetos de consumo cuya demanda no enlazaba con un programa de izquierdas o derechas, sino con la elección entre un tutti fruti de coaliciones y sus finas alternativas de sabor. El escrutinio desembocó en un empate porque, consecuentemente, la sociedad no habrá escogido entre categorías, entre revolución o conservación, sino entre caracteres, talantes y ese delicado surtido de factores que han reducido el valor de la idea en paladar y el programa político en un programa de entretenimiento del montón.

Frente a las mascaradas de Berlusconi, la sosería de Prodi; frente al signo banal, el garabato cabal. La población votó en masa porque tras la petrificada política de toda la vida habría sobrevenido el éxito de la política de la distracción. Los individuos, cada vez más configurados en la cultura del consumo, habrían dejado de confiar en las marcas seguras o perdurables. Su expectativa se centraría, por el contrario, en ofertas circunstanciales, ni demasiado caras ni demasiado duras. La campañas políticas, las promesas de los candidatos, los discursos del líder ante los micrófonos o las cámaras habrían acabado siendo parte fatal del entertainment y, dentro de él, los votos se recabarían de la misma manera que las audiencias y las cifras de taquilla. ¿O es que los políticos y la política habrían de pertenecer a un extraño género sagrado y extraorbital?

En una sociedad escéptica, demasiado móvil y portátil, el compromiso fuerte (político, amoroso, laboral) ha sido reemplazado por la tibieza de la conectividad. Al militante ha sucedido el simpatizante y al juramento eterno, la implicación súbita u ocasional. De hecho, lo más característico y paradójico de nuestro tiempo es que si, ciertamente, la gente se compromete mucho menos, nunca ha buscado implicarse más.

Unas veces esta implicación se vierte en los voluntariados, otras en las manifestaciones callejeras en torno a un NO (contra la guerra, contra la pobreza, contra la injusticia, contra la contaminación); otras veces en las agrupaciones deportivas, en las convocatorias religiosas y las fiestas rave, en las colas de los museos, en las lecturas planetarias de Harry Potter, en la defensa del trabajo o de la igualdad sexual.

Implicarse sustituye a comprometerse puesto que ya pocos renuncian a su independencia personalista y a su capricho personal. Más bien, el estado de ánimo, la corazonada, la simpatía, el capricho o la emoción movilizan al personal. La base de la actuación comunitaria responde a estos impulsos puesto que el sensacionalismo, las sensaciones, la sensitividad han ganado la batalla a la abstracción ideológica, a la lógica de la razón y al poder de la intelectualidad.

El sujeto rehuye la atadura y le basta con la proximidad. A las marcas les sobra con la frágil fidelización del cliente, mientras los políticos se contentan con nuevos cooperantes en lugar de los correligionarios de ayer. Si la vida ha dejado de ser milicia, la socialización abandona su propósito de operar permanentemente para conformarse en presentarse por accidente. De ese modo, la textura colectiva se hace removible y discrecional, más favorable a las variaciones, más tendente a la novedad como forma natural de ser.

Después de todo esto, si los políticos y sus discursos parecen cada vez más inertes o altamente insoportables la razón procede de que poseen el tufo de un sistema de representación e interpretación clausurado. Como le ocurre a los demás agentes de la contemporaneidad, el poder se mantiene solamente mediante la incesante creación de sucesos y accidentes sonados. Con ello, la gente despierta, se peina y se implica. El compromiso heredado, el vínculo eterno, el sacro empeño ideológico son aires del más allá.

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