Valencia feliz sin reparos
El presidente Francisco Camps ha viajado estos días pasados a Florida para aplicarse a una de las tareas que mejor desempeña: repartir flors i violes. En este caso, ciertamente, no podía hacer otra cosa, pues se trataba de predicar las bondades de la Comunidad Valenciana, captando el interés de aquel mercado. En el empeño le acompañaba Santiago Calatrava, nuestro arquitecto universal, pues su obra está tan ligada al despliegue y nueva imagen urbanística de Valencia que ya constituye uno de sus iconos más relevantes. Según los cronistas, esta singular embajada ha cumplido su misión, adornada con un discurso en el que se trenzaba la modernidad con las glorias pasadas, renacentistas y romanas. El aludido juego floral, que decíamos.
Pero motivo para la exaltación no le faltaba al presidente. El País Valenciano vive un momento económicamente dulce que ha propiciado el cambio drástico y radical de su paisaje, paisanaje y ciudades. Sería cosa de ver el estupor que les causaría a los viajeros que lo describieron a lo largo de los siglos XIX y XX, notarios de su ruralidad y atraso. Hoy todo ha cambiado en términos insólitos -y que valga la obviedad-, aunque no podamos envanecernos con un crecimiento, como este, en el que prima todavía, por lo general, el azar y la codicia, cuando no el atropello, sobre la planificación y la administración sensata de los recursos. ¿Hay otra fórmula dentro del sistema económico al uso?
Sin embargo, desde Miami visto, el país debe ser un paraíso tentador, e incluso deslumbrante, como le ha parecido asimismo al inversionista y rey Midas de la Fórmula 1, Bernie Ecclestone, que acaba de hacerse lenguas del cap i casal como vivero de negocios. Una valoración que ha puesto cual pavos reales a las autoridades municipales y autonómicas, beneficiarias, en lo que a Valencia respecta, de los cimientos que puso el alcalde socialista Ricard Pérez Casado cuando decidió convertir el cauce del Turia en un jardín y río de cultura, en vez de autopista. Y también, beneficiarias de la Ciudad de las Ciencias que el PP heredó, aunque, de poder -lo que a menudo olvida-, hubiese liquidado hasta no dejar rastro. A cada cual lo suyo.
Pero es innegable que hoy la ciudad, con la prosperidad de popa, ha crecido y expande con una voracidad insaciable su mancha de asfalto. Al vecindario más añoso le resultan ya irreconocibles, por intercambiables, los nuevos barrios, medio habitados, promovidos a costa de la huerta y al calor de la especulación. Pueden ser una expresión del auge inmobiliario, pero no todavía de la ciudad, cuya tarjeta de visita y signo de identidad sigue siendo su centro histórico o, con más precisión, Ciutat Vella, un espacio apenas recuperado desde su devastación en 1957, que son años. Un recuerdo incómodo el de esta herida urbana que es, al tiempo, exponente de la indigencia, impotencia o demagogia de los gobiernos municipales. O sea, que convendría cierta ponderación cuando se propala una postal apolínea de la ciudad.
Y no sólo resulta infausta esta evidencia para una urbe que se tiene por feliz y entre las 30 principales de Europa. Quizá no carezca de méritos para ello, pero algo habrán de hacer sus gestores para enmendar la aflictiva condición de ser la más ruidosa de España, que equivale a decir del mundo entero, con la tasa de incivismo e incultura que ello connota. Pero acerca de esto no se recuerda que hayan dicho nada sensato los alcaldes y molt honorables que se han sucedido. A lo sumo han aludido a la idiosincrasia y extraversión mediterránea, que es común a todo el litoral del viejo mar, del que exhibimos la capitalidad de la contaminación acústica. Y la verdad es que han demostrado eficacia cuando se lo han propuesto, como ha sido silenciar el estrépito de las motos, por ejemplo.
Y otro reparo, que no último, lo formularíamos a modo de pregunta: ¿y de mayor, qué quiere ser Valencia? ¿Sabe alguien si se desarrolla con una directriz o avanza a trompicones como un pato descabezado? A lo mejor nos responde un día el genio de Calatrava, a cuyo cargo corre buena parte del cambio urbano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.