Cementerio de Montjuïc
"Molt fràgil".
La banderola cívica del Ayuntamiento alerta sobre la inestabilidad de las dos ruedas. Se ve a un motorista de espaldas montado en un scooter en medio del fragor de la circulación urbana. El texto remite a un transporte delicado y al deseo de que la cristalería llegue íntegra a su destino. Está bien el aviso, toda prudencia es poca, pero servidor cuando quiere reflexionar sobre el riesgo del motociclismo opta por algo más fuerte: se va a circular por el cementerio de Montjuïc.
No debe de haber muchas ciudades en que uno pueda dar gas en una solitaria avenida en cuesta flanqueada por nichos. Si con este tratamiento no se le pasan las ganas de hacer el animal sobre su montura, es que no tiene corazón. Avanzar con la brisa de cara, a 30 kilómetros por hora, escoltado por cruces y ángeles custodios, te llena de ganas de vivir. En la ascensión hasta la cumbre del cementerio suelo pararme en una curva de 180º de la vía Sant Jordi que separa la agrupación 6ª de la 7ª, donde tiene su panteón el gran tenor Francisco Viñas. Se trata de un armonioso túmulo firmado por Mariano Benlliure. El mismo escultor por cierto que también firmó otra bella tumba de tenor, la de Julián Gayarre a la entrada del valle del Roncal, en Navarra. La de Viñas tiene tres bellas figuras que culminan la estela: a la izquierda, Lohengrin, el caballero del cisne, con escudo y casco alado a lo Astérix; a la derecha, Tristán, con las espada desenvainada y la cabellera suelta sobre los hombros, y en el centro, por supuesto, el caballero Parsifal en hábitos franciscanos, elevando el cáliz con la sangre licuada de Cristo, mientras las gaviotas entonan el leitmotiv del Viernes Santo. La inscripción recuerda "al patricio insigne y gran tenor español, 1863-1933" (el monumento es de 1942), así como al "fundador de la liga para la defensa del árbol frutal".
La música de la 'Suite Iberia', de Isaac Albéniz, parece tan frágil como un motorista en medio de la vorágine de la ciudad
Prosigo la ascensión motorizada. A la vista se abre el desolado paisaje de la Ronda Litoral colapsada, más allá el melancólico muelle de inflamables y detrás el mar, surcado por un crucero blanco. Los vistosos túmulos de los Montero Jodorovich -Los Mulatos-, los Montoya y los Jiménez -éste con un souvenir de familiares camargueses, a juzgar por los flamencos en el étang que aparecen en el cuadro- puntean el ascenso a la cima, desde donde se aprecian las joyas del 92: el Palau Sant Jordi, el estadio, la antena de Calatrava y, al fondo, la de Foster. A una cota superior, junto al castillo, se divisan también las antenas de José Bono.
El descenso hacia la salida añade al paseo un poco de tristeza: hubiera podido ser un bonito cementerio marino, como el de Sète, pero la industria, las comunicaciones y el desecho suburbial se han comido todo el paisaje. Quedan, no obstante rincones entrañables, como el de la tumba de Isaac Albéniz, que también suelo visitar. No es fácil dar con ella, está detrás de los panteones neogóticos de la nobleza local, los Arnús, Godó, Elizalde y De Rialp, en una solitaria explanada, al pie del monolito dedicado "aux soldats de France et aux volontiers d'Espagne morts pour le triomphe de la justice et de la liberté, 1939-1945". A Albéniz no le hubiera desagradado esa compañía, pasó largos periodos de exilio en el país vecino, donde murió el 18 de mayo de 1909, en un gracioso chalet de Cambo-les-Bains, localidad a la que había acudido con la esperanza de recuperarse de sus múltiples dolencias. El funeral barcelonés produjo una auténtica conmoción popular: cuentan las crónicas que hasta los cocheros se hacían con un retrato suyo para exhibirlo en sus carruajes en señal de duelo. La tumba del compositor es muy sobria, en severa piedra gris, apenas el nombre y las fechas, 1860-1909. Esta tarde, un gatazo negro se relame indolente sobre la lápida.
Santiago Rusiñol escribió, refiriéndose a sí mismo y a Albéniz: "Wagner nos hizo mucho daño. Malhumoró nuestro espíritu dejando en él una desazonada conturbación. Nos había empequeñecido hasta extremos realmente abusivos. Apenas osábamos enfrentarnos con nuestra propia sinceridad. Y éramos wagnerianos con una autoantropofagia despiadada". Así luchaba la generación de Déodat de Séverac, Satie, Debussy, Mompou, el mismo Albéniz contra el tsunami estético que promovían con ardor militante Francisco Viñas y tantos fieles del credo de Bayreuth. Eugenio d'Ors dedicó una de sus glosas a la desaparición del músico de Camprodon, al que consideraba heroico: "Tengo miedo de que la música de nuestro heroico Albéniz sea un poco demasiado pintoresca, demasiado espontánea, demasiado naturalmente brillante... No puede dejar de recordarme a Fortuny".
De regreso al mundo de los vivos, vuelvo a escuchar la Suite Iberia interpretada, cómo no, por la inigualada Alicia de Larrocha, quien por cierto fue alumna aventajada de la Academia Marshall, donde también estudiaron los descendientes de Viñas. Y la obra de Albéniz no me parece demasiado espontánea ni pintoresca, como le parecía al pentarca, sino muy frágil en medio del intenso tráfico wagneriano que conoció Europa a principios del siglo XX. Tan frágil como un motorista en medio de la vorágine de la ciudad.
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