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Columna
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El autobús

En Dublín, en la edición internacional de este periódico, leí el hundimiento de los gobernantes municipales de Marbella y pensé que, en Dublín, todos entenderían esa palabra en primera página, Marbella, como sabrían de Capri o la Riviera francesa. Mi vecino de asiento, a la vuelta, en el avión, era un dublinés con casa en Marbella, un paraíso, aunque los paraísos siempre acaben perdidos. El hombre que, según la policía y el juez instructor, dirigía la corrupción ("massive corruption scandal", dice un periódico gratis de la costa anglófona de Málaga y Granada) se llama Roca y es ingeniero de minas, un millonario humilde que poco poseía a su nombre. Prefería, antes que ser alcalde, mandar secretamente en los alcaldes.

Entiendo la admiración de los policías al penetrar en los palacios del supuesto delincuente. Han visto tesoros y les rugió un tigre. La riqueza es una maravilla inmutable, y ya en la Edad Media los afortunados tenían fincas, ganado, carrozas y arte. El arte era sagrado, imágenes de santos, y ahora adoramos el arte, un espléndido, delicado y hermoso signo de dinero. En la fortaleza delirante del magnate de Marbella hay paredes cubiertas de cabezas de animales, y yo no sé cómo se vive mirado por los ojos de cristal de una jirafa muerta. Pero el dueño de la casa ha demostrado una cordura tradicional, de propietario de bienes muebles y bienes raíces: fincas y purasangres y toros bravos. Tiene también una capilla. Patrimonio y religión son los fundamentos de la gente respetable y patriota de toda la vida.

La crónica negra popularizaba a bandidos emocionantes, a monstruos y fenómenos de la naturaleza que, perturbando el orden del mundo, nos conmueven. El asunto marbellí nos trastorna poco. Es la apoteosis de una costumbre que se ha ido normalizando desde los años ochenta en América y Europa: el asalto privado a la propiedad pública, la usurpación del Estado por intrépidos hombres de negocios. El constructor Jesús Gil, cuando se presentó por primera vez a las elecciones municipales de Marbella, fue terminante: puesto que pagaba comisiones para hacer sus obras, sería alcalde para pagarse a sí mismo. Una crónica de J. Martín-Arroyo y J. M. Atencia ha contado estos días cómo se adjudica el servicio de grúa en Marbella: el precio de la grúa que se lleva los coches depende de las necesidades económicas del prohombre secreto de la ciudad, que concede el servicio, fija los precios y cobra su parte.

El dinero ilegal debe ser escondido, pero la riqueza quiere exhibirse, porque todos desearíamos ser amados y admirados y respetados, y los ricos son los que merecen más atención y veneración. La voracidad marbellí ha dejado un botín millonario y mezquino: alcaldes y concejales quizá hayan alcanzado un alto nivel de riquezas, pero se quedan con una pobrísima consideración social. Esta incoherencia genera resentimiento, y este resentimiento probablemente explique lo agrios y desagradables que resultan los gobernantes de Marbella, donde encontraron su cueva del tesoro y dejan en el Ayuntamiento una cuenta de teléfono superior al millón de euros. En Marbella, en la posguerra, se decía que estaba enterrado el tesoro del Imperio Austrohúngaro.

El dinero superfluo levantó las catedrales famosas, y puede que no fuera dinero superfluo: era esencial para la salvación de las almas y la consolación de los mortales. A los nobles ya les gustaban las fincas y la cacería, y los plutócratas americanos invirtieron en arte fervorosamente. Estos magnates de Marbella recién encarcelados también han reunido tierras, palacios, joyas, utensilios sagrados, antigüedades, pinturas de maestros modernos, caballos de carreras, un campo de fútbol, helicópteros. Yo recuerdo los Museos Vaticanos y su sección de joyas cardenalicias y carrozas, con el primer coche de motor papal. Lo más raro que ha aparecido en el tesoro marbellí es un autobús de línea entre automóviles selectos. Como si fuera un juguete o un trineo, ¿es un recuerdo de la infancia? Hay quien se corrompe para no tener que subirse nunca más a un autobús.

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