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El reconocimiento del pasado trágico

Durante los 36 años de dictadura del general Franco, los perdedores de la Guerra Civil no podían hablar en público de sus sufrimientos personales ni de las pérdidas padecidas por sus familias. Después, durante la transición, la mayoría estuvo de acuerdo en que seguir manteniendo un silencio casi absoluto sobre el pasado era un precio que merecía la pena a cambio de lograr el primer sistema democrático estable en la historia de España. Sólo cuando dicho sistema llevaba unos 25 años prosperando empezaron muchas personas a confiar lo suficiente en la longevidad de la nueva democracia como para reivindicar el derecho a abrir las tumbas de sus seres queridos, hasta entonces secretas, y exigir la anulación de miles de sentencias de muerte de tribunales militares y el reconocimiento público de los crímenes de la dictadura. Otro factor que ha intervenido es que no son los afectados más inmediatos -las viudas e hijos de las víctimas republicanas-, sino sus nietos, quienes impulsan el movimiento para crear un recuerdo veraz y digno del periodo entre 1931 y 1975.

Me gustaría, como estudioso de la Europa del siglo XX y ciudadano reciente de la España democrática, ayudar a poner en perspectiva los trágicos acontecimientos de los años treinta. Primero plantearé la pregunta más compleja: si la República fue tan incompetente y caótica como toda la historiografía franquista -y la historia revisionista actual- asegura; y si, durante los primeros meses de la Guerra Civil, miles de sacerdotes, monjas, terratenientes y empresarios murieron asesinados en nombre de lo que se dijo que era una revolución anarquista; y si, durante la mayor parte de la guerra, los agentes estalinistas dirigían un sistema paralelo de prisiones en el que cientos de presuntos "trotskistas" y otros anti-estalinistas murieron asesinados, ¿cómo se explica que un gran porcentaje de las clases medias cultas y la gran mayoría de las clases trabajadoras, tanto industriales como agrarias, apoyaran a la República en tiempo de paz y en tiempo de guerra? Para responder hay que empezar por decir que la República no fue, ni mucho menos, tan caótica como afirman sus detractores. Estableció una libertad política e intelectual absoluta y celebró elecciones con un recuento honrado de votos por primera vez en la historia de España. Separó la Iglesia del Estado, una medida necesaria en cualquier país que pretenda ofrecer libertad de ideas a sus ciudadanos, y logró poner en marcha la autonomía catalana como primer paso hacia el reconocimiento de la diversidad cultural de España. Reconoció los derechos de los trabajadores en nuevas leyes sociales y en negociaciones directas con la Unión General de Trabajadores y la Confederación Nacional del Trabajo. Abrió 7.000 escuelas públicas y estableció las bases del primer sistema de salud pública de la historia española. Dos de sus ministros de Economía, Jaume Carner e Indalecio Prieto, aunaron la responsabilidad fiscal con la preocupación por las necesidades sociales y las obras públicas, unas virtudes que (antes de la economía keynesiana) eran poco frecuentes en países más desarrollados que España. Por último, la República inició una reforma agraria que no cubrió del todo las necesidades de los campesinos sin tierra, pero sí instauró el principio de que la tierra cultivable debía estar a disposición de quienes producían alimentos y materias primas. No está mal, sobre todo si se tiene en cuenta que todo eso se hizo pese a la depresión económica mundial de los años treinta y frente a la oposición constante de las clases dirigentes tradicionales.

Sobre la cuestión del terror en los primeros meses de la Guerra Civil, los paseos contribuyeron enormemente a desacreditar a la República tanto dentro como fuera de España. Pero los Gobiernos de Madrid y Burgos tenían una actitud fundamentalmente distinta en cuanto al asesinato como instrumento político. En la zona republicana, los dirigentes políticos se apresuraron a escribir en la prensa y hablar en la radio para condenar sin restricciones los paseos. Los tres gobiernos de guerra, los de José Giral, Largo Caballero y Juan Negrín, trabajaron sin descanso para reinstaurar una policía civil y procedimientos judiciales y carcelarios normales, y, a

mediados de 1937, habían acabado con los peores abusos, excepto los cometidos en las prisiones estalinistas paralelas. En los territorios controlados por el Gobierno de Burgos, la ejecución sumaria de masones, comunistas, dirigentes sindicales, maestros acusados de difundir propaganda izquierdista, campesinos y obreros sospechosos de oponerse a la dictadura que estaba "salvando a España del bolchevismo", era política corriente. Hubo militares decentes que intentaron contener a los escuadrones de la muerte, pero los generales Franco, Mola y Queipo de Llano, junto con sus partidarios en la Iglesia y en organizaciones laicas, no hablaron jamás de restringir las purgas sangrientas. Como los asesinados en zona republicana eran, muchas veces, ciudadanos prominentes que habían compartido negocios, colegios y vacaciones con las clases altas europeas, los paseos causaron gran impresión internacional, mientras que las muertes silenciadas de pobres desconocidos en las zonas gobernadas por los militares tuvieron poco impacto exterior.

Respecto a los abusos de poder estalinistas: la hostilidad de las potencias fascistas, unida a la actuación de los gobiernos apaciguadores de Inglaterra y Francia, obligó a la República a tener que elegir entre colaborar con la Unión Soviética como único aliado militar y diplomático importante, o darse por vencida. Con el envío de tres cuartas partes de las reservas de oro españolas a Rusia, la República pudo financiar mínimamente la compra de armas a los soviéticos, a los precios que éstos fijaban, y adquirir algunas otras a precios exorbitantes en el mercado negro europeo.

La política soviética tuvo cosas buenas y cosas malas. El Gobierno soviético fue generoso a la hora de ofrecer alimentos, suministros médicos y hogares para niños refugiados, sin esperar ningún pago a cambio. En la venta de armas hizo lo que todos los proveedores monopolísticos: cobrar precios elevados. Al mismo tiempo, desde el verano de 1934 hasta la primavera de 1939, la Unión Soviética ofreció a Francia e Inglaterra una alianza militar defensiva que seguramente habría impedido a Hitler emprender una guerra si hubiera sabido que, como en 1914-1918, Alemania iba a tener que luchar en dos frentes e iba a acabar derrotada.

En esos mismo años, Stalin llevaba a cabo una purga sanguinaria y demencial de "trotskistas" y otros opositores, que trasladó a España. En mi opinión, nadie ha explicado satisfactoriamente todavía cómo las consecuencias combinadas de la política de apaciguamiento occidental y los crímenes estalinistas condenaron a la República Española a la derrota y, por consiguiente, hicieron inevitable la II Guerra Mundial.

Pasemos ahora a otra pregunta más sencilla: ¿por qué ganó Franco la guerra? Para empezar, si bien el alzamiento del 18 de julio fue derrotado en las grandes ciudades y las áreas industriales más desarrolladas, los generales rebeldes tuvieron a su lado, desde el principio, a la mayoría de los oficiales de carrera y a todo el cuerpo de regulares de Marruecos, unos 70.000 soldados curtidos y crueles. Pero todavía más importante fue que, una semana después del levantamiento fracasado, la Italia fascista, la Alemania nazi y la dictadura portuguesa de derechas de Salazar proclamaron con entusiasmo su apoyo a Franco. A lo largo de los 30 meses de guerra, Italia proporcionó más de 75.000 soldados y cientos de aviones, además de emplear su armada para bloquear las costas republicanas y hundir cargueros que se dirigían a los puertos de la República. Alemania aportó alrededor de 19.000 soldados, varios cientos de aviones, la mejor artillería antiaérea y anticarros del mundo y equipos de comunicaciones. Portugal contribuyó con unos 10.000 soldados y ofreció sus carreteras y su red ferroviaria para transportar los suministros que llegaban por mar desde Alemania.

Menos conocido que la ayuda militar directa de las potencias fascistas fue el apoyo económico y diplomático ofrecido indirectamente por los gobiernos conservadores y las clases capitalistas de Inglaterra, Suiza, Bélgica, Holanda y muchos países latinoamericanos. Desde el primer día, los bancos se dedicaron a inventar excusas para no aceptar tratos financieros con el gobierno republicano. En Estados Unidos, teóricamente neutral, y con un presidente y una opinión pública que expresaban simpatía por la República, las grandes compañías petroleras suministraron los distintos tipos de gasolina y aceite de motor que necesitaba la maquinaria de guerra de Franco, y General Motors vendió camiones al gobierno de Burgos. En la mayoría de los casos, el Gobierno de Franco no tuvo que pagar en efectivo todos esos suministros extranjeros. Italia concedió créditos a largo plazo y transformó gran cantidad de aceite de oliva español; asimismo ocupó la isla de Mallorca, sin anexionársela. Alemania creó un sistema de trueque: armamento a cambio, en parte, de exportaciones españolas de minerales y concesiones mineras en Marruecos. Como Alemania e Italia acabaron derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, Franco nunca necesitó pagar la mayor parte de la ayuda recibida de los fascistas.

Frente a esta abundancia de ayuda capitalista y fascista internacional a Franco, la República tuvo que depender de la Unión Soviética y los 40.000 voluntarios sin entrenamiento que, procedentes de unos 50 países, constituyeron las Brigadas Internacionales. Hasta el bochornoso Pacto de Múnich del 30 de septiembre de 1938, que disolvió la Checoslovaquia democrática en beneficio de Hitler, la República pudo defenderse, sin tener jamás perspectiva de ganar, pero sí una posibilidad de resistir hasta que llegara el enfrentamiento inevitable entre la Alemania de Hitler y una alianza de las democracias occidentales y la Unión Soviética. Sin embargo, ese enfrentamiento no se produjo hasta junio de 1941, y para entonces Franco era ya todopoderoso en España.

Gabriel Jackson es historiador estadounidense, autor, entre otros libros, de La República española y la Guerra Civil. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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