Un solemne paseíllo
Fueron unos instantes de una emoción inenarrable. Una vez roto el paseíllo, el público, puesto en pie, rompió en una ovación unánime. Rafael de Paula, impecablemente vestido con un terno gris, camisa blanca, sin corbata y calado con un elegante sombrero de ala ancha, salió con esfuerzo del burladero, se detuvo cerca de la primera raya del tercio, alisó la arena con los zapatos e inició el paseíllo. Solemne, majestuoso, con andares dificultosos y torerísimos, la emoción se expandió por toda la plaza. Así, a paso de palio, llegó hasta el centro del ruedo, se llevó entonces las manos al sombrero, se destocó y saludó a una afición enfervorizada. Tardó después un mundo en volver a cubrirse y llegar de nuevo al tercio donde le esperaban Joselito y Morante. Ante ambos inclinó la cabeza, respetuoso y agradecido, mientras los tendidos no cesaban de aplaudir.
Varias ganaderías / Joselito y Morante
Novillos de Vellosino (1º); 3º y 5º (éste, devuelto), de Daniel Ruiz; 2º y 6º, de Joaquín Núñez, y el 4º, de Gavira, devuelto; los sobreros, de Del Tajo y Sayalero, correctos de presentación, muy flojos y nobles. Joselito: pinchazo y estocada (ovación); estocada y un descabello (ovación); estocada baja (ovación). Morante de la Puebla: media tendida y un descabello (ovación); media atravesada y un descabello (silencio); estocada que hace guardia (ovación). Plaza de Las Ventas, 1 de abril. Festival homenaje a Rafael de Paula. Lleno de "no hay billetes".
Un minuto, quizá dos, pero fue un paseíllo eterno porque su recuerdo será imperecedero para todos los que tuvieron la fortuna de vivirlo.
De manera tan sublime comenzó el homenaje a Rafael de Paula, y ese motivo fue lo mejor de la tarde. Y lo peor, quizá, que no hubo ocasión de ver al jerezano con un capote entre las yemas de los dedos y dibujar, aunque no hubiera toro, un par de verónicas al aire y esa media inmortal que caracterizara para siempre su paso por el toreo.
Así, entre el fervor popular, recibió su homenaje un torero irrepetible, controvertido, artista genial, venerado por los devotos de una religión llamada paulismo, irregular siempre, protagonista del arte más excelso y de escándalos mayúsculos; un artista con las rodillas rotas que, como él ha reconocido, no ha sido ni una mínima parte de lo que pudo ser.
Las Ventas le dijo "hasta siempre" a una estampa de torero antiguo, elegante y sincero, inspirador de sueños y gestor de algunas realidades eternas; adiós a un torero singular, la inspiración misma, que se forjó una leyenda con unas pocas corridas salpicadas de chispas irrepetibles, fruto de una singularidad extrema y una estética peculiarísima.
Con 66 años, después de que se arrancara la coleta una tarde de mayo de 2000, enrabietado y con lágrimas en los ojos tras escuchar los tres avisos en los dos toros, ha recibido el homenaje de una afición que recordará siempre la personalidad de un artista capaz de interpretar la música callada del toreo.
Rafael de Paula es historia viva del toreo. Y no pertenece a ella por su valor ni heroicidad, ni por su técnica ni dominio, ni por su perfección ni romanticismo, sino por algo más etéreo e inaprensible, pero arrebatador, sorprendente y emocionante a un tiempo: por su duende y hondura, conceptos ambos inexplicables y que se hicieron carne inmortal en aquel toro de Benavides en la Feria de Otoño de Madrid, en un sexto toro de una tarde en solitario en Sevilla, aquel 17 de mayo del 79 en Jerez, en cuatro naturales de ensueño en la plaza de El Puerto, en una media sublime que rompió el toro, en un garboso desplante y, por encima de todo, en el misterio insondable de un torero paradójico que jamás aburrió, encandiló algunas veces y escandalizó más. Pero está en la gloria porque sus devotos paulistas le perdonaron siempre y lo veneran en el altar del arte supremo de torear.
Adiós a un torero de leyenda y fantasía, tímido, callado y solo, que salió a hombros unas veces, escoltado por la policía otras, y muchas cabizbajo y serio ante el enfado general. Un artista genial llamado Rafael de Paula.
El festival, como hecho taurino, no tuvo historia. Los novillos, desigualmente presentados, fueron hijos de su época, es decir, flojos, algunos inválidos, sosos y descastados. Habría que preguntarse quién ha elegido estos novillos para tarde tan importante. Y los toreros, cómodos y conformistas. El público les agradeció su generosidad con el homenajeado, pero ninguno de los dos demostró su condición de figura. Ni Joselito, ya retirado, ni la esperanza artística que encarna Morante de la Puebla. Es verdad que los novilletes ayudaron poco, pero los toreros no se esforzaron como la ocasión requería. O es que no pudieron, vaya usted a saber.
Sorprendió Joselito con unas chicuelinas inmensas en su primero, al que toreó muy bien en una tanda con la mano derecha y no encontró la inspiración con la zurda. Inválido fue su segundo y el torero estuvo porfión y vulgar. Se lució con el capote ante el blando quinto, que brindó a la concurrencia, pero no se acopló con la cansina embestida del animal. Se mostró tan pesado que aburrió al personal.
Tampoco Morante de la Puebla tuvo su día. Algunos detalles de su clase innata y poco más. Unas lucidas verónicas, con las manos muy bajas, en su primero, nada ante el cuarto, al que absurdamente sacrificó en varas; se empeñó en picar de nuevo al sexto después de que se cambiara el tercio, y volvió a equivocarse. El animal rodó por los suelos y el torero evidenció que está mal de tino.
En fin, el festival fue de un aburrimiento total. Lo mejor, sin duda, el homenaje y en interminable paseíllo de Rafael de Paula, al que Madrid despidió con una cerrada y emotiva ovación.
Babelia
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