Los presidentes malogrados
Fidel Castro cumplirá pronto 80 años, de los cuales, más de la mitad -48 para ser exactos- los habrá pasado en el ejercicio de un poder ilimitado sobre la vida de cinco generaciones de cubanos. Casi medio siglo como jefe de Estado lo convierten en una rareza, ya no dentro de la tradición republicana occidental, sino dentro de la propia tradición autoritaria latinoamericana: en los dos últimos siglos, no hay un caudillo de cualquier país de América Latina que haya perdurado tanto tiempo en el poder. En esta región, y por ahora, sólo lo supera Pedro II, emperador del Brasil, quien comenzó a reinar en 1840, cuando alcanzó la mayoría de edad, y abdicó en 1889 con la proclamación de la república.
Son muchas las razones que explican semejante fenómeno político: la popularidad de la Revolución que lo llevó a la jefatura del Gobierno en 1959, el favorable contexto internacional de la Guerra Fría en que maduró su régimen, la eficaz explotación de símbolos antiamericanos, el perfecto andamiaje ideológico, corporativo y represivo del castrismo, la incomunicación de la sociedad cubana, el cada vez más mermado, aunque indiscutible, carisma del líder, la despiadada y exitosa estigmatización de opositores y exiliados, el rentable mito de David contra Goliat... En esta nota, sin embargo, quisiera apartarme de las múltiples interpretaciones y explorar las raíces de un liderazgo tan prolongado en la breve historia de Cuba.
Lo primero que llama la atención, en somero repaso histórico, es la desgracia, el infortunio, por no decir la maldición de los presidentes cubanos. Carlos Manuel de Céspedes, "padre de la patria", quien, en 1868, liberó a sus esclavos en el pequeño ingenio La Demajagua e inició la primera guerra contra España, fue destituido por la Cámara de Representantes y obligado a abandonar la presidencia en octubre de 1873. Cuatro meses después, Céspedes murió en una escaramuza, pensando, como Bolívar, que sus sustitutos en el mando eran "pueriles", "cínicos", "leguleyos" e "ignorantes" y que bajo sus órdenes la "suerte de Cuba independiente era demasiado dudosa". Cierta tradición historiográfica refiere que Céspedes se inmoló ante el pequeño Batallón de Cazadores de San Quintín, que, por una traición, lo sorprendió en San Lorenzo el 27 de febrero de 1874.
El líder de la segunda guerra contra España, José Martí, tuvo un final parecido al de Céspedes. Aunque no llegaron a destituirlo, porque nunca fue elegido presidente, Martí debió enfrentarse, en los primeros meses de la contienda, a la desconfianza de los dos grandes jefes militares: Antonio Maceo y Máximo Gómez. Ambos pensaban que Martí no debía participar en la guerra y que era preferible que regresara a Nueva York, para que los respaldara financiera y diplomáticamente desde el exilio. Gómez pensaba así, tal vez, porque quería protegerlo, dada la inexperiencia militar del joven poeta habanero, pero Maceo, por lo visto, recela-
ba del liderazgo político que Martí podía acumular en la guerra y, sobre todo, rechazaba el sentido republicano que le imprimiría a la lucha anticolonial.
En el ingenio La Mejorana, el 5 de mayo de 1895, Martí se reunió con Gómez y Maceo para preparar la instalación de una Asamblea Constituyente, en Camagüey, en la que renunciaría a la jefatura del Partido Revolucionario Cubano. Ese día, en la noche, Martí anotó en su Diario: "Maceo y Gómez hablan bajo, cerca de mí: me llaman a poco, allí en el portal: Maceo tiene otro pensamiento de gobierno: una junta de generales con mando, por sus representantes, y una Secretaría General: la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima, como Secretaría de Guerra". Más adelante escribe que Maceo lo "hiere y le repugna" y anuncia su deseo de "sacudirse el cargo, con que se le intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar". Dos semanas después, Martí, en su primer combate, se aleja del protector Gómez y se inmola ante los fusiles de Ximénez de Sandoval, en Dos Ríos.
Durante la República (1902- 1959), casi todos los presidentes cubanos tuvieron un final trágico o infortunado. Tomás Estrada Palma, primer mandatario de la historia moderna de Cuba, que llegó al poder en 1902, tras la ocupación norteamericana, intentó reelegirse en 1906, desatando una rebelión en su contra, que no pudo controlar y que lo llevó a solicitar una segunda intervención de Estados Unidos. José Miguel Gómez, lo mismo que su antecesor, trató de reelegirse, pero no logró el respaldo de sus seguidores en el Partido Liberal. El próximo presidente, Mario García Menocal, fue el primero en alcanzar el sueño dorado de la reelección, en 1916, pero a costa de una nueva revuelta militar, encabezada por Gómez al año siguiente. Estrada Palma murió en 1908, bajo el gobierno interventor de Charles E. Magoon, Gómez en 1921, exiliado en Nueva York, y García Menocal, en 1941, luego de haber fracasado, anciano ya, en un tercer intento de reelegirse.
A excepción del jurista, historiador y crítico literario Alfredo Zayas Alfonso, primer civil y ex autonomista en alcanzar la presidencia, en 1921, quien no ambicionó la reelección y se retiró a la vida intelectual en 1925, los siguientes estadistas cubanos fueron líderes malogrados. El general Gerardo Machado y Morales trató de perpetuarse en el poder y al cabo de ocho años fue derrocado por la Revolución de 1933: murió exiliado en Miami. El médico Ramón Grau San Martín, luego de un breve primer mandato a mediados de los treinta, gobernó entre 1944 y 1948, pero intentó reelegirse infructuosamente en 1954 y 1958, y falleció en 1969, en la Habana comunista, como un fantasma del ancien régime. Su sucesor en 1948, el abogado Carlos Prío Socarrás, fue derrocado por el golpe militar de Fulgencio Batista, en 1952, y, luego de respaldar financiera y políticamente a Fidel Castro, tuvo que exiliarse en Miami, donde se suicidó en 1977. No sería el último presidente en hacerlo: en 1983 se mataba en La Habana otro abogado, Osvaldo Dorticós Torrado, presidente títere de Castro entre 1959 y 1976.
En la política enconada de la primera mitad del siglo XX, en Cuba, el líder más exitoso fue Fulgencio Batista. Sin el aval de las guerras de independencia que ostentaban sus predecesores, ni la educación de la mayoría de sus contemporáneos, Batista logró gravitar 25 años sobre la vida pública cubana. Luego de una primera presidencia bastante eficaz y tranquila, entre 1940 y 1944, regresó al poder en 1952 por medio de un golpe de Estado contra Prío, del que emergería un régimen autoritario, menos dictatorial que como lo describe la historiografía revolucionaria. Batista, aunque fue el líder con mayor presencia en aquella época, sólo gobernó 10 años y murió, como Gómez, Machado y Prío, en el exilio, en 1973.
El tiempo en el poder, acumulado por los ocho gobernantes de la primera mitad del siglo XX (Estrada Palma, Gómez, García Menocal, Zayas, Machado, Grau, Prío y Batista), suma, tan sólo, 46 años. En la segunda mitad de la historia moderna de Cuba, la que se inicia en 1959, un solo líder, Fidel Castro, ha rebasado ese tiempo en la jefatura continua, y sin balances representativos o judiciales, del Estado cubano. Para lograrlo debió desarrollar, a un grado de máxima depuración, las técnicas de subsistencia en una política autoritaria. Fidel Castro consiguió acabar con el infortunio y la maldición de la figura presidencial en la historia de Cuba. Bajo su poder, la tradición del presidente malogrado fue reemplazada por la gloria del dictador perpetuo.
Rafael Rojas es escritor cubano, codirector de la revista Encuentro. Acaba de ganar el premio Anagrama de ensayo con Tumbas sin sosiego.
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