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Sobre el rigor y la honestidad del intelectual

Que un pequeño grupo de profesores, periodistas, escritores y artistas -calificados en algunos medios de comunicación de intelectuales, sin que ellos opusieran reparo de modestia alguno- hayan saltado a la palestra pública con el propósito de impulsar la constitución de un partido político reabre el viejo debate sobre la condición de intelectual y su papel en la sociedad. Tanto más cuanto que el proyecto que les mueve no son unas reformas sociales constructivas, sino, hasta donde tienen declarado su propósito principal, demoliciones de carácter ideológico tales como la de la identidad colectiva cultural o la de la legitimidad de la reforma estatutaria.

El concepto de intelectual tiene un deslinde difícil, en todo caso es un concepto histórico. A lo largo del siglo XX ha pasado por todos los avatares y se ha contaminado de todas las impurezas de un tiempo tan ideológicamente agitado y errático, sin escapar, además, a la apropiación por la izquierda, que ha llegado a rechazar que pudiera haber intelectuales de derechas, fascistas o nazis incluso. Falange Española tuvo sus intelectuales y Ernst Jünger fue en su primera madurez un intelectual clave en la gestación del protonazismo. Por supuesto, hay intelectuales nacionalistas como los hay antinacionalistas, y nuevas categorías se van añadiendo al friso del Partenón intelectual: ecologistas, mundialistas, altermundistas... No obstante, el concepto nunca había sido tan laxo como ahora. Cualquier columnista o tertuliano puede beneficiarse de la calificación de intelectual, otorgada generosamente por otros columnistas y tertulianos o por simples redactores de titulares.

Hay intelectuales nacionalistas como los hay antinacionalistas, y nuevas categorías se van añadiendo al friso

Ahora bien, no es intelectual toda la retórica que reluce en columnas periodísticas, aulas universitarias, tertulias radiofónicas o escenarios teatrales. La retórica no puede suplantar no ya a la razón, sino al imprescindible rigor, y la honestidad no puede obviarse con la alegre provocación. Distinguirían, pues, al intelectual el rigor -un argumento debe sostenerse sobre sus propios pies- y la honestidad -la convicción moral sobre aquello que se asevera, basada en un análisis responsable-. Nadie está a salvo de cometer un error de interpretación, pero la tergiversación consciente de las situaciones y la ignorancia de hechos empíricamente comprobables descalifican al supuesto intelectual, lo degradan a tertuliano de tercera. Sólo los auténticos intelectuales avalados por una obra y una vida entera regidas por el rigor y la honestidad pueden permitirse ciertas licencias. Por ejemplo, la de Günter Grass al desacreditar la publicación de las caricaturas de Mahoma por el diario danés Jylands-Posten por ser éste de derechas, como si en democracia la derecha no pudiera ejercer la libertad de pensamiento y de expresión.

Negar la existencia de identidades colectivas es ignorar siglos de socialización y de historia, es despreciar la fuerza estructurante de las identidades. Oponer nación de ciudadanos a nación cultural, previo desprecio lacerante de ésta, es negar la condición de ciudadanos a quienes se sienten partícipes de una identidad colectiva cultural. Con semejantes enunciados no se configura un proyecto posnacional, simplemente se retrocede a la predemocracia. Hurgar en la herida catalana de la lengua es, después de la persecución del franquismo, un ensañamiento cruel, e invocar la discriminación del castellano en la Cataluña real, la del bilingüismo impuesto y sedimentado por la historia, para propugnar una actitud de desobediencia es una deshonestidad intelectual grave. Igual como lo es, no el rechazo político del nuevo Estatuto -postura que defiende genuinamente el PP-, sino pretender su absoluta y completa deslegitimación -extremo ni siquiera pretendido por el PP-, es decir, su obsolescencia moral pese a su previsible refrendo democrático por parlamentos y urnas.

Si se permanece en el terreno de las ideas, la discrepancia rigurosa y honesta enriquece el debate público. (Sin duda, las identidades colectivas, culturales o religiosas necesitan ser críticamente vigiladas para prever desbordamientos). Pero cuando se pasa al campo de la política, hay que construir una alternativa con vocación de gobierno, salvo que sólo se aspire al diletantismo político. La nefasta ideologización de presuntos desideologizadores hace un flaco servicio al prestigio del intelectual y a la redefinición de su papel en una sociedad cada vez más desintelectualizada.

Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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