Una escuela en el fin del mundo
Siete escolares de 6 a 14 años estudian en un colegio en la Antártida rodeado de hielos
En un inmenso bloque de hielo, en el extremo norte de la Antártida, a 62 grados sur, está la isla Rey Jorge. Allí nació hace 21 años la Villa de las Estrellas. La temperatura media anual es de cinco grados bajo cero, suficiente para hacer la vida imposible a los microbios. El lugar civilizado más cercano está a 1.200 kilómetros, en el continente americano. Este recóndito lugar surgió para alojar a las familias de los miembros de las fuerzas aéreas chilenas de la base militar cercana, Eduardo Frei. Allí se encuentra la escuela más austral de la tierra: la F50 Villa de las Estrellas.
Es donde estudia Nicolás Naour, de 14 años; en un pabellón alfombrado, cálido, con tres aulas, un gimnasio, una sala de ordenadores y dos baños. Podría ser cualquier colegio rural pero en la Villa de las Estrellas pasan cerca de tres meses al año aislados del resto del mundo, aunque disponen de teléfono, Internet y hasta cuatro canales de televisión por cable. Siete alumnos -de 6 a 14 años- y dos maestros componen esta peculiar comunidad escolar. Estudiar en el fin del mundo tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas. "Lo mejor de vivir en la Antártida es la naturaleza, los colores, aprender y ver muchísimos animales de cerca. También me gusta el silencio, la tranquilidad y pasar con mi familia la mayor parte del día. Lo peor: la falta de luz en invierno (junio, julio y agosto), sólo hay cinco horas de sol, aunque luego en verano, no hay noche, sólo penumbra. Cuando hace mucho frío o hay tormentas no se puede salir a la calle así que estás en casa y estudias mucho más de lo normal", explica Nicolás por correo electrónico desde la Villa de las Estrellas.
Chile convoca cada dos años una dura oposición para vivir en esta base
Nicolás nació en el desierto de Atacama (Chile) aunque vive entre el hielo con sus padres. Allí conviven cerca de 20 familias (unas 70 personas) que pasan periodos de dos años en esta remota aldea. Como en cualquier pueblo hay maestros, banqueros, científicos, técnicos, dependientes del supermercado y, como Nicolás, familiares de los militares de las Fuerzas Aéreas Chilenas.
El colegio lo inauguró hace 21 años el escritor chileno Gonzalo de Rojas. Depende del Ministerio de Educación y sigue los mismos programas que cualquier otro del país. Es un centro con aulas unitarias en las que se agrupan alumnos de distintos cursos. "Es una de las dificultades, pero los chicos tienen la ventaja de recibir una enseñanza más personalizada", explica Dennis Harvey, comandante de la Base Eduardo Frei que ha visto pasar varias promociones por la Villa. Las tasas de fracaso escolar son menores que la media del país.
Desde su inauguración han pasado por allí más de 100 alumnos y 20 profesores. Cada dos años el gobierno chileno convoca una oposición para vivir dos años en esta base. Para ser profesor en la escuela F50 hay que pasar decenas de pruebas: un intenso concurso, exámenes de salud y psicológicos que garanticen la tolerancia al aislamiento, cursos de primeros auxilios y habilidades contra incendios, muy frecuentes y peligrosos en ese entorno. Además, antes de llegar al confín del mundo los maestros deben especializarse en informática ya que Internet es durante el invierno austral la principal vía de comunicación con el mundo civilizado. En la escuela es, además, una fuente de trabajo esencial y de integración en la comunidad educativa.
Roberto Mauricio Tapia y Violeta Anahí Cárdenas, de 34 años, son un matrimonio de profesores que superaron todas estas pruebas y aterrizaron en la Villa de las Estrellas -con sus dos hijos de 9 y 14 años- el 18 de febrero de 2003 después de una travesía estremecedora. "Éramos minúsculos en medio de la inmensidad del mar, del hielo. Sobrevolamos ballenas, icebergs, daba una tremenda sensación de aislamiento, de lejanía", explicaba entonces Violeta por correo electrónico. Dos años después regresaron a su rutina habitual. "Nuestros hijos siempre lo recordarán. Aprendieron lo que suponía estar en un espacio único en el mundo y en muy estrecho contacto con la naturaleza. Supieron lo que significa vivir en un lugar sin contaminación, donde el hombre no ha intervenido todavía. Nos sentimos muy afortunados", recuerda.
La experiencia marcó su vida: "Es lo más maravilloso que hemos vivido como familia. Es impagable. Incluso llegamos a plantearnos quedarnos allí para siempre. Sería egoísta por nuestra parte y un gran sacrificio para nuestros hijos que merecen la oportunidad de estudiar, vivir en una ciudad normal y elegir lo que quieren hacer con su futuro. Ha sido una delicia vivir en el fin del mundo, más lo sería poder volver".
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