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Nikita Kruschev, Pablo Neruda y nosotros

He leído en estos días comentarios diversos sobre el cincuentenario del informe secreto de Nikita Kruschev al partido comunista de la Unión Soviética, el que denunció los crímenes de José Stalin. El discurso a puertas cerradas y que comenzó a filtrarse al exterior casi de inmediato, una bomba política en su tiempo, tiene aspectos que todavía son difíciles de entender. El episodio se produjo cuando el estalinismo estaba enteramente vivo no sólo en la URSS, sino en los partidos comunistas del mundo entero, con el chileno en las primeras filas de la ortodoxia promoscovita. Stalin había muerto hacía sólo tres años, en medio del incienso de sus partidarios de todas partes. La muerte había coincidido en Chile con los preparativos de un Congreso Internacional de la Cultura, reunión de indudable inspiración estalinista y que debió postergarse durante algunas semanas. Recuerdo muy bien la atmósfera dominante de reverencia, de disciplina ideológica, de absoluta sumisión a la norma. Cada día que pasaba, en vísperas del Congreso, se producía alguna deserción de intelectuales no comunistas, y las acusaciones, las descalificaciones, las condenas a los infiernos burgueses, arreciaban. Yo bajaba la cabeza y asistía con puntualidad a las sesiones de un comité preparatorio. Pero en esos días, en la inocencia de mis veintitantos años, firmé un manifiesto en el que se pedía una discusión en las sesiones del Congreso de los problemas de la cultura bajo Stalin. Fui inmediatamente expulsado de todas las instancias organizativas habidas y por haber. Los principales firmantes del manifiesto aquel eran, entre otros, Luis Oyarzún, Teófilo Cid, Eduardo Anguita y, como comprobé más tarde con sorpresa, Eduardo Frei Montalva. Se publicó el texto en los diarios capitalinos y al día siguiente o subsiguiente me encontré con Pablo Neruda, Delia del Carril y un grupo de seguidores suyos en una galería del centro de Santiago. Neruda se me acercó, sin enojo visible, y me dijo que yo había firmado debido a mi ingenuidad política: en otras palabras, de puro tontorrón y desinformado que era entonces. Delia, en cambio, me reconvino como abuela enfadada, pero en el fondo cariñosa. La volví a encontrar pocos días después y me dijo que todos nosotros, y no sé con exactitud a quiénes incluía en ese nosotros, éramos una banda de anarquistas.

En los días de aquel encuentro casual, Neruda ya había escrito y publicado su Oda a Stalin. No cabía duda, entonces, de que mi ingenuidad al firmar ese manifiesto era grande. Cuando empezaron a filtrarse las noticias del discurso de Nikita Kruschev, a mediados de 1956, pensé de inmediato en esa atmósfera cerrada, de puertas adentro, de convento de clausura, que había empezado a conocer sólo tres años antes y de la que me había autoexcluido por medio de una firma colocada en una mesa de café, entre una mayoría de poetas bromistas, de estirpe más bien huidobriana y conectados con el surrealismo criollo, que en esos años se reunía en el círculo de La Mandrágora. Frecuenté de nuevo a Neruda en Isla Negra, a mediados de 1956, y entonces nunca le escuché una sola palabra sobre el famoso informe secreto. Pero no era difícil notar que la procesión andaba por dentro. Por ejemplo, el poeta regresó de la Unión Soviética después de los sucesos de Hungría y no pudo contestar a las preguntas de los periodistas porque se había puesto afónico. Para decirlo de otro modo, se le había entrado el habla, y se le había entrado en el sentido literal y también como metáfora, como reacción de la mente. Era ya toda una vida, veinte años de convicciones y de poesía militante desmentidas por los hechos. Después, en la misma Isla Negra, refugiado yo en mi dichosa y quizá demasiado prolongada ingenuidad, observé que el poeta, con el habla ya recuperada, recortaba ilustraciones extravagantes, caprichosas, divertidas, recogidas en las fuentes más diversas. Por ejemplo, en viejas ediciones de las novelas de Julio Verne: dibujos de la embarcación submarina llamada Nautilus, del Capitán Nemo y su sala de música, dotada de un órgano formidable, y del terrible krankl, el pulpo monstruoso, el terror de los navegantes. A la vez, escribía poemas que ya no eran llamados a la lucha social sino cavilaciones personales, divagaciones más o menos caprichosas, extravagancias. El poeta coleccionista, que había coleccionadocrepúsculos en su Crepusculario juvenil, ahora reunía estos dibujos anacrónicos, ajenos a toda realidad inmediata, y estos versos aparentemente sin mensaje social, sin sentido reconocible, para el libro que publicaría poco después del inquietante y desconcertante informe secreto, Estravagario.

Leyó fragmentos del nuevo libro, me parece que a mediados de 1957, en una sala universitaria, frente a un público fiel, conquistado de antemano. Tuvo, sin embargo, y me lo dijo un par de veces después de la lectura, la impresión de que la acogida había sido fría. Parecía que la poesía suya militante, de aliento épico, de combate político, provocaba reacciones mucho más entusiastas. Por mi parte, me hacía preguntas difíciles. Me decía que el lirismo puro, hermético, de la etapa de Residencia en la tierra jamás habría convertido a Neruda en el poeta de multitudes, de resonancia universal, que había sido a partir de Canto General y de Las uvas y el viento. Era una contradicción de fondo, una puesta en cuestión del papel mismo de la poesía en las sociedades contemporáneas.

De lo que puedo dar testimonio seguro, afinado, es de la constante fidelidad de Neruda al papel de Nikita Kruschev en la política soviética. Fue un entusiasta del deshielo de esa época, tuvo reales esperanzas en la posibilidad de construir un socialismo con rostro humano, y la caída en desgracia de Kruschev, sus posteriores funerales casi clandestinos, le produjeron un desengaño amargo. Calculo que las autoridades cubanas conocían bien este estado de ánimo cuando se publicó la carta de los intelectuales de la isla contra el poeta, en 1966, y creo que la evolución posterior del problema fue perfectamente coherente por ambos lados. La gente de Cuba pensaba que Neruda, después del fracasado experimento político de Nikita Kruschev, se había transformado en un revisionista, en algo muy parecido a un socialdemócrata. Por su parte, al referirse al castrismo, el poeta citaba con insistencia el folleto de Lenin acerca del ultraizquierdismo como enfermedad infantil del comunismo. Ya no había conciliación posible. En sus dos o tres años finales, el autor de Estravagario se negó en forma rotunda a aceptar las reiteradas invitaciones cubanas a regresar a la isla. Regresar era claudicar, aceptar las condiciones de los otros, y el poeta, más lúcido que la enorme mayoría de sus detractores, no se hacía la menor ilusión a este respecto. No es frecuente escuchar estas cosas sobre el hombre de las grandes exégesis, de las estatuas, los nombres de plazas y de hoteles, las fundaciones, pero supongo que alguien tiene que decirlas.

En los días en que estábamos en la Embajada chilena en París, a mediados de 1971 o a comienzos del año 72, Neruda me habló con enorme interés de las memorias de Nikita Kruschev que acababan de publicarse en los Estados Unidos y que las autoridades soviéticas se habían apresurado a calificar de apócrifas. Aunque hayan sido editadas, manipuladas, tijereteadas, sostenía el poeta, tienen un tono de verdad inconfundible. Según él, revelaban cosas muy semejantes a las que había escuchado en Moscú, en sus visitas de la década de los cincuenta y los sesenta, de labios de gente como Ilya Ehrenburg, Simeón Kirsanov o Lily Brick, la antigua amante de Vladimir Mayakovsky. En otras palabras, no todo lo que revelaba Kruschev en su libro podía ser un invento de editores o de agentes secretos norteamericanos.

Leí de inmediato esas voluminosas memorias y llegué a la conclusión de que el retrato de Stalin en la intimidad era uno de los más despiadados, más dramáticos, más oscuros y a la vez más luminosos, más reveladores sobre todo un momento histórico y político, de la literatura testimonial del siglo XX. Las páginas sobre la muerte del dictador y sobre la lucha interna desesperada para evitar que el jefe de la policía secreta, Lavrenti Beria, se quedara con todo el poder son escalofriantes y maestras. Uno llega a la conclusión de que las más graves encrucijadas históricas pueden resolverse en cuestión de minutos y gracias a la decisión de un puñado de personas. Ese Kruschev que encañonó a Beria, con la ayuda de un par de mariscales, y que lo mandó desde una sala de reuniones del Kremlin a la cárcel y al patíbulo, es el mismo del informe secreto de 1956. En el episodio del encarcelamiento de Beria luchaba por su vida, y no hay duda de que durante la lectura del informe al comité central del partido, a puertas cerradas, hacía más o menos lo mismo.

Neruda murió en septiembre del año 1973 y no conoció la continuación de la historia, pero estoy convencido de que entre el deshielo de Kruschev y la perestroika de Gorbachev hay una línea continuada. Cuando Gorbachev estuvo de visita en Chile hace algunos años, hablamos de estos temas. Él me contó que siempre trataba de organizar homenajes a Nikita Kruschev en la época del secretariado general de Brejnev y que éstos siempre eran vetados en algún recodo de la jerarquía. En esos días, en las ediciones del diario comunista El Siglo que empezaban a circular de nuevo entre nosotros, Volodia Teitelboim, el gran heredero de la antigua ortodoxia, había dedicado un ataque furibundo a Mijail Gorbachev. "A mí", dijo Gorbachev, "en mis tiempos de secretario general, me visitaba con frecuencia en sus años de exilio en Moscú y siempre se describía a sí mismo como el más perfecto demócrata. ¿Cómo se explica usted este ataque descontrolado?".

Me limito a citar las palabras de Gorbachev y me guardo mis conclusiones. Así eran las cosas entonces y así, hasta cierto punto -en la época de un Fidel Castro que va a cumplir pronto ochenta años, de un Hugo Chávez, de algunos otros-, siguen siendo. En este contexto, la libertad de palabra todavía es terriblemente difícil. Pero hay que defenderla a toda costa. Como el informe secreto de hace cincuenta años de Nikita Kruschev, es una cuestión de vida o muerte.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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