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Columna
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Nuestras promesas

Gustavo Martín Garzo

En uno de sus poemas más hermosos, Guillaume Apollinaire pidió a los artistas que exploraran la bondad, "comarca inmensa donde todo se calla". De esa comarca habla Volver, la película de Almodóvar que se estrena hoy en Madrid. En realidad, no es algo nuevo en él, pues creo que su cine no sería concebible sin esa pregunta por el sentido de la bondad. Pensemos en personajes como el juez de Tacones lejanos, que abandona el distante mundo de la ley para transitar vestido de mujer por los caminos dulces y extraños del corazón; pero también, y sobre todo, en la protagonista de Todo sobre mi madre, o en el enfermero de Hable con ella, sus personajes más imperecederos. Todos cuidan algo, se ocupan de rodearlo de solicitud y desvelos maternales, lo protegen de la muerte. En realidad, en las películas de Almodóvar abundan los santos. Son santos sin religión; es decir, sin el pecado del orgullo. Tal vez porque su cine apela, como quería Conrad, "a la parte de nuestro ser que es un don, y no algo adquirido, a la capacidad de gozo y asombro..., a nuestro sentido de la piedad, de la belleza, del dolor".

Maura y Yohana Cobo (la abuela y la nieta) forman una de esas parejas mágicas
En las películas de Almodóvar abundan los santos. Son santos sin religión
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"Tal vez tenga que inventarme una nueva vida"
EL GRAN ESTRENO

Los personajes femeninos de Volver pertenecen a esa misma clase, la de los humildes. Es extraño que nos hagan reír, porque sus vidas están llenas de oscuridad. Violaciones, incestos y crímenes se suceden sin sosiego en esta película, que, sin embargo, nos divierte y enamora a la vez. Almodóvar vuelve a un mundo que conoce bien y, aunque habla de la muerte, nos dice que sólo la vida debe ser la destinataria de nuestras promesas. Eso es el amor, empeñarse en cumplir las promesas, por más desatinadas que parezcan. Y ya desde su primera escena sabemos que será así. Vemos a un grupo de mujeres limpiando las tumbas de su pueblo con la naturalidad con que limpiarían los fogones de sus cocinas, como si las costumbres funerarias no fueran tanto un culto a los muertos como a los vivos. Estamos tan lejos de ese costumbrismo plano como de ese naturalismo negro que son las dos lacras de nuestro cine. El cine de Almodóvar no peca de una cosa ni de otra, porque está traspasado de gracia. Su exageración no es una forma de degradar la vida, sino de celebrarla. Frente a la destrucción y la miseria moral, Almodóvar opone el arte como poder mágico. Por eso el gesto de esas mujeres al esparcir flores sobre las lápidas recuerda el de los poetas al escribir sus palabras. Esta poesía de los gestos hace que los personajes de Almodóvar se salgan literalmente de sus películas, hasta el punto de que no nos extrañaría gran cosa que pudieran pasar sin problemas de una a otra. Son, de hecho, más importantes que sus historias. No quiero decir que sus historias no importen, o que no estén bien construidas, sino que éstas no son sino un encantamiento para convocar a sus personajes.

Y en esta película todos nos roban el corazón. Nos lo roba el personaje de Penélope Cruz, más guapa y obstinada que nunca; y lo hacen los encarnados por Lola Dueñas, maravillosa en su candor, y por Blanca Portillo, que tanto nos recuerda a Juana de Arco y a su mundo de dudas y visiones. Y, sobre todo, Carmen Maura y Yohana Cobo (la abuela y la nieta). Ellas forman una de esas parejas mágicas para las que parece haberse inventado el cine. No es extraña su complicidad. Los ancianos y los niños siempre se han entendido bien, ya que ambos son criaturas fronterizas. El niño, porque aún no ha terminado de despertar a lo real; el anciano, porque está de vuelta de ese viaje, y vuelve a sentir la llamada de los sueños. Esos sueños que le dicen que su vida no fue como debió ser. Por eso la abuela necesita volver, para saldar su deuda con los que ama.

Ése es el significado de esta conmovedora película. Su última secuencia contiene, con el inicio de Todo sobre mi madre, el mejor cine que ha hecho nunca Pedro Almodóvar. Pirandello decía que hay que aprender a mirar las cosas con los ojos de los que ya no están, y toda esta secuencia parece haber sido concebida desde unos ojos así. No es fácil de explicar lo que vemos desde ellos. Una casa transfigurada por una luz extraña, casi mental. Esa luz interior para examinar lo que han hecho los hombres que pedían los místicos. Es la comarca silenciosa a la que se refirió Apollinaire en su poema. En ella, una mujer anciana entrega su vida al cuidado de otra que se está muriendo de cáncer. Y algo nos dice que con ese gesto nos está salvando a todos.

Imagen de la película <i>Volver</i>, con Blanca Portillo y Lola Dueñas, a la izquierda.
Imagen de la película Volver, con Blanca Portillo y Lola Dueñas, a la izquierda.

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