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Columna
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El hombre que vio a Lenin en Madrid

Cuando bajó los escalones de la estación de Plaza de Castilla, Juan Urbano iba un poco confuso y con la cabeza dividida en tres raciones: la más grande para su amor, esa chica lejana para la que temía ser sólo la cosa número dos más importante del mundo; la segunda la ocupaban sus estudios de la filosofía de Schopenhauer, cuyas teorías acerca del pensamiento único le habían dejado el corazón un poco neoliberal, es decir, entumecido; y en la tercera daban vueltas las últimas noticias que acababa de leer en el periódico, precisamente, sobre esa línea 9 de metro en la que él viajaba con destino a Sainz de Baranda. Ya saben, todo lo que ha dicho el que fuera director general de Infraestructuras de la Comunidad cuando se amplió ese trayecto hasta Arganda, en 1999, que asegura que en la obra primaron criterios de ahorro económico sobre las medidas de seguridad, lo que provocó la existencia de "deficiencias técnicas extraordinariamente peligrosas para la circulación de los trenes". Hombre, a lo mejor es que nuestro Juan Urbano es una persona demasiado aprensiva, pero lo cierto es que esa mañana empezó a leer los nombres de las estaciones como si fuesen la cuenta atrás de una bomba: diez, Duque de Pastrana; nueve, Pío XII; ocho, Colombia; siete, Concha Espina...

Así, a base de contar las paradas, y teniendo en cuenta que no había pegado ojo en toda la noche, con Schopenhauer y su chica persiguiéndose uno a otro, por dentro de él, igual que fieras enjauladas, Juan se quedó dormido, o casi, y soñó que el metro seguía la cuenta atrás, seis, Cruz del Rayo; cinco, Avenida de América; cuatro, Núñez de Balboa... De repente, en el asiento de al lado estaba Eduardo Zaplana, con una mochila al hombro, e intentó venderle una víctima del 11-M, o quizá se la quisiera comprar, eso cuando despertó no lo recordaba muy bien. Enfrente, Esperanza Aguirre, vestida con uno de esos trajes verdes que llevan los médicos en los quirófanos, tachaba apellidos de una lista de espera, y el portavoz del PP en Madrid, ese señor que se llama Beteta, gritaba por un megáfono: "¡Y Leguina más, y Leguina más, y Leguina más...!". Qué raro todo, ¿no? Tres, Príncipe de Vergara; dos, Ibiza; uno, Sainz de Baranda... Juan se protegió la cabeza con los brazos, dijo en voz alta el nombre capicúa de su chica y hasta tuvo tentaciones de encomendarse a vaya usted a saber quién, pero Dios salió de entre las tinieblas, le lanzó un ratzingercut a la mandíbula y se fue túnel adelante. Y entonces, justo entonces, no pasó nada.

Eso es, que no hubo ninguna explosión. Sencillamente, el metro siguió rodando, más allá de su destino, pero sin pasar por Estrella, ni Artilleros, ni Valdebernardo. Nada de eso, sólo continuaba adelante, a través de la oscuridad, horas y días y semanas, y llegó tan lejos que, en un momento determinado, empezaron a subirse rusos al vagón. Sí, porque debían haber llegado a Moscú, próxima estación, Plaza Roja, tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén... Y ése fue el instante en que Juan Urbano se despertó. Y mientras volvía en sí pudo ver que estaba entrando en Puerta de Arganda, de modo que se había pasado ocho estaciones y eso era todo. Lástima, con lo que le hubiese gustado visitar la momia de Lenin.

De todas formas, decidió salir a la calle, porque necesitaba aire puro. Y, además, ¿qué tenía de malo darse una vuelta por Arganda? Cuando subía las escaleras sintió un frío inmenso, y al llegar a la superficie se quedó asombrado al ver todo el suelo lleno de nieve y, más aún, cuando levantó la vista y vio enfrente el Kremlin. "¡Dobro pozhalovat!" (que significa bienvenido en ruso), le dijo la primera persona con la que se cruzó, que era otra vez Zaplana, pero ahora con gorro de astracán. "Spasiba" (gracias), le respondió. "Kak dela" (¿cómo estás?), le preguntó, empezando a abrir de nuevo su mochila. "Ploho" (mal), dijo Juan Urbano. Y luego, sonriendo por primera vez aquella mañana, exclamó: "¡Vaya, pero si hablo ruso!". Y entonces sí que se despertó de verdad. Su metro entraba en ese instante en Sainz de Baranda.

Juan se fue calle arriba, silbando el nombre de su chica, hecho un mar de dudas. Qué bárbaro, es que moverse por Madrid se está convirtiendo en una pesadilla.

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