Memoria y olvido de las tragedias
En un acontecimiento traumático coexisten tres tipos de memoria: la de las víctimas y sus allegados, la de los demás seres humanos que comparten con ellos el mismo momento histórico pero que no tienen relación personal con ellos, y la de los políticos. En el caso de los asesinatos, atentados o acciones de guerra que involucran a la población civil existe una cuarta memoria de la que poco se habla: la de los verdugos.
Para las víctimas, caso de que sobrevivan, y para sus allegados, el impacto emocional producido por el evento se enquista en su cerebro y, aun cuando sus efectos externos e internos puedan disminuir de intensidad y frecuencia con el paso del tiempo, el recuerdo permanece reciente, candente, injusto, inmediato, lacerante, a lo largo de toda la vida. Algunas víctimas, posiblemente pocas, querrían olvidar a toda costa pero otras, la mayoría, desean que sus conciudadanos mantengan permanentemente viva en el recuerdo la pérdida sin sentido de sus seres queridos . Sin estos recordatorios, para los demás mortales, sólo con que transcurran unas pocas semanas, tal vez menos si otro desastre o masacre aparece en grandes titulares en los medios de comunicación, la imagen de lo ocurrido se difumina y desaparece con rapidez hasta que, al cabo de un año justo -¿por qué los aniversarios tendrán este mágico poder?-, los medios de comunicación recordarán al unísono la efeméride, en letras que irán disminuyendo de tamaño a medida que pasen los años. En cuanto a los terceros, los políticos, suelen fomentar la memoria pública sobre lo acaecido en forma de manifestaciones, ceremonias religiosas o laicas, discursos, banderas o coronas de flores sobre tumbas o monumentos; lamentablemente, al menos algunos de ellos, sólo en la medida en que crean que les puede ayudar a conseguir votos y popularidad para ellos o para su partido.
El impacto emocional se enquista y el recuerdo permanece reciente, injusto, inmediato, lacerante, durante toda la vida
Como las estrellas de la noche de San Lorenzo, las imágenes de televisión son fugaces si no afectan al entorno afectivo
¿Quiénes, excepto los supervivientes o los historiadores, se acuerdan de los bombardeos de Londres o Dresde durante la segunda guerra mundial? ¿ A quién le sigue impresionando la catástrofe de Bophal (India) en la fábrica de Unión Carbide, que en 1984 produjo centenares de víctimas debido a un escape de gases tóxicos? ¿O el desastre ecológico del Rhin, en 1987, en el que, tras un vertido de herbicidas tóxicos de una multinacional todo signo de vida desapareció del río? ¿Qué podemos decir del actual impacto emocional sobre la población mundial del gran atentado, del atentado por antonomasia junto con el holocausto judío, de Hiroshima? ¿Quién sigue sintiendo todavía el ánimo encogido, por las prácticas de limpieza étnica llevadas a cabo en los Balcanes, o por las secuelas experimentadas en fechas más recientes por miles de seres humanos, tras el paso del huracán Katrina? Es significativo que uno de los grandes titulares del periódico del día en que estoy escribiendo estas líneas sea, precisamente, "Nueva Orleans, olvidada 100 días después".
Las imágenes de la televisión, como las estrellas de la noche de San Lorenzo, son fugaces si no afectan directamente a nuestro entorno afectivo. Vemos la vida que transcurre a nuestro alrededor como en una película; de hecho sólo mueren los demás, sólo sufren los otros. Podemos contemplar cómo son torturados hombres de piel oscura en Abu Ghraib, la desesperación de los que lo han perdido todo en un terremoto de Turquía o Pakistán o las lágrimas de los inmigrantes que son devueltos a sus países tras arriesgar la vida en una patera y, un momento después, seguir debatiendo con entusiasmo el trascendental encuentro futbolístico del próximo domingo. ¡Qué lejos quedan las ingenuas películas solidarias de Frank Capra!
De forma inmediata, ante una tragedia colectiva, los gobernantes de países amigos y los representantes de las Iglesias oficiales -siempre que el número de víctimas en el mismo episodio sobrepase un número mágico que siempre ha sido un misterio para mí- enviarán coronas de flores y telegramas de condolencia; fletarán, si es oportuno, aviones con mantas y cuerpos especializados de bomberos que, con bastante frecuencia, verán demorada o impedida su actuación por la burocracia del país destinatario; y, en todo caso, se vestirán de luto y abrazarán compungidos a los familiares de las víctimas. Aunque, sorprendentemente, si sólo se trata de uno, dos o tres individuos anónimos por episodio, no lo harán. "¿Cuántos seres humanos deben morir -denuncia Harold Pinter, al recibir el premio Nobel de Literatura en 2005, refiriéndose a los inductores de la guerra de Irak- para que califiquemos a sus responsables como criminales de guerra?" (El PAÍS, 8/12/05).
Si una tragedia se produce en nuestro país o incluso si afecta a centenares o miles de víctimas lejanas, como el tsunami de 2004, nos sentimos breve -minutos, horas, días- y sinceramente emocionados. Podemos telefonear horrorizados a nuestros amigos, correr de inmediato a donar sangre o a ingresar apreciables cantidades de dinero en una cuenta bancaria, e incluso participar con el ánimo encendido en actos colectivos multitudinarios espontáneos, como la gran manifestación de Barcelona contra la guerra de Irak.
Pero nuestra vida sigue y nuestra actitud altruista -y la de nuestros gobiernos- irá decreciendo exponencialmente a medida que nos alejamos del momento de la tragedia, mientras que las víctimas siguen y seguirán sufriendo a lo largo de toda su vida. Tal vez también por ello, en el caso de las guerras y los actos terroristas, algunos verdugos -sólo algunos- porque no pueden soportar el sufrimiento injusto que han causado y que también para ellos permanece vivo, cuando se oscurece y difumina el sentido de su acción, caen en la demencia y la depresión o se suicidan.
Los que han sufrido en su carne las consecuencias de la guerra o el terror, las víctimas, dificílmente podrán olvidar porque conservan para siempre una dolorosa herida abierta y siguen sufriendo. Tal vez para alcanzar la paz sólo exista un difícil camino: el arrepentimiento de los que una vez fueron verdugos, y tras él, el perdón generoso de las víctimas. Pero sin arrepentimiento sincero, sin reconocimiento sufriente de los actos criminales cometidos, difícilmente puede haber perdón. Y sin perdón, no puede haber olvido. Si se quiere la verdadera paz, tras una guerra no debe haber vencedores; sólo puede haber vencidos.
¿Qué visitante del Hermitage, sea víctima o verdugo, ante la contemplación silenciosa y pausada del cuadro de Rembrandt El hijo pródigo no se ha sentido conmovido?
Ramon Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es)
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