_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pensiones y prisiones

Aún no ha llegado abril (el mes más cruel, según T.S. Eliot) pero la actualidad sigue proporcionando noticias desgraciadas. Hablar de mala suerte no parece adecuado. Las desgracias, que nunca vienen solas, se buscan o se inducen o se posibilitan de algún modo. Pensar de otra manera sería aceptar como inevitable lo que a menudo es, sencillamente, una gestión inaceptable de la realidad. No deberíamos aceptar ciertas cosas, pero tendemos a aceptarlo todo, sobre todo si no nos afecta la parte de ese todo que podría o debería mejorar. Sólo la muerte (la fase irreversible y última de la desgracia) consigue despertarnos del letargo. Hace falta que atropellen a dos criaturas en un barrio bilbaíno para que de una maldita vez pongan ese necesario semáforo que debieron haber colocado hace un lustro. Últimamente, gracias a la tragedia de los dos niños muertos, en la ciudad han colocado muchos nuevos semáforos que, seguramente, nunca se hubieran puesto. Es lo que hay. Lo que no hay en Bilbao (lo asegura su alcalde) es pensiones ilegales. Ni una. Bueno es que así sea. En todo caso, ha hecho falta un incendio y cuatro muertos (cuatro desgracias últimas e irreversibles) para que hablemos (aunque sea negando su existencia) de las pensiones ilegales y los pisos patera que existen y no son. Tampoco hay lupanares en Bilbao, sencillamente hay pisos en los que te recibe amablemente en bolas o lencería fina la inquilina de la casa, con la Ley de Arrendamientos Urbanos en una mano y una fusta en la otra. La pensión arrasada por el fuego era legal, pero puede suceder cualquier día que arda un piso patera con veinte inquilinos dentro. ¿Mala suerte? ¿Desgracia inevitable? Ciertamente es más fácil poner un semáforo que abrirse paso en la maraña legal y social de la trata de huéspedes.

Se hacinan los más pobres en los pisos patera y se hacinan los presos en muchas (demasiadas) cárceles españolas. Ha hecho falta otro muerto en Nanclares (y ya van seis suicidios en sólo 15 meses) para que hablemos del vergonzante asunto de las prisiones (no sólo de Nanclares). El recluso bilbaíno que el pasado jueves apareció ahorcado había denunciado hacía más de cinco meses malos tratos, presiones e incitación al suicidio, además de acosos y torturas sexuales que, de ser ciertas, certificarían la existencia en la prisión alavesa de aplicados alumnos de los marines de Abu Ghraib. Los relevos del subdirector y, más tarde, del propio director de la cárcel no bastaron para evitar esta nueva muerte bajo custodia. Muertes y muertos que crecen. En 2001 murieron en prisión en España 33 reclusos. En 2004 salieron con los pies por delante 75. Algo (malo, muy malo) pasa en el trullo. Y no parece que la directora General de Instituciones Penitenciarias gestione este desastre humano con eficacia mínima. En Lanzarote, en la cárcel de Taniche, 160 presos viven (es un decir) en 44 celdas, incumpliendo la propia ley orgánica que dispone que "todos los internos se alojarán en celdas individuales". Lo denuncian los propios sindicatos que agrupan a los funcionarios de prisiones: el sistema penitenciario español hace aguas. "Contamos con un sistema próximo a los países en vías de desarrollo", aseguran desde la CSIF (Central Sindical Independiente de Funcionarios).

Esa tercera España que se pudre o hacina en la cárcel es asunto de todos, por más que algunos quieran empeñarse en que sea invisible, como las invisibles pensiones ilegales de Bilbao que no existen, aunque algún día se quemen con sus inexistentes inquilinos dentro y extiendan un olor insoportable a carne socarrada de fantasma. Entre hepatitis, sida, tuberculosis y tatuajes hechos con tinta del Pelícano y agujas hipodérmicas, los presos españoles (o lo que quieran o no quieran ser) le están tomando una insana afición al suicidio. No les da por leer a Oscar Wilde y su Balada de la cárcel de Reading, ni siquiera, me temo, están en condiciones de escribir algo que se asemeje a los versos carcelarios y efectistas de David González o al exquisito Yo no soy de aquí de Joseba Sarrionandia. Los que salgan del maco saldrán peor que entraron, más enfermos y más aprendidos en todas las maldades. Las cárceles, a nadie se le oculta, son escuelas de delincuencia más que centros de reinserción. ¿Resulta inevitable que así sea? Los ahorcados de Nanclares no saben, no contestan.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_