España se la juega en América
Los cambios políticos registrados en los países latinoamericanos añaden incertidumbre y enfrían los ánimos inversores de las empresas españolas
Una empalizada metálica recubre la fachada exterior de la sede central de Edesur, filial argentina de la multinacional eléctrica española Endesa en el centro de Buenos Aires. Fue colocada hace cinco años, después de que manifestantes piqueteros asaltaran la empresa, destrozaran sus grandes paredes acristaladas e incendiaran el inmueble. Esta mañana de febrero, un grupo de trabajadores se afana, sierra en ristre, por abrir ventanales en la muralla que cubre por entero la planta baja del edificio. Se trata de dulcificar el aspecto de reducto bunkerizado que presenta la sede de la compañía y de permitir que la luz natural, tan intensa en el verano bonaerense, penetre, al fin, en las instalaciones. La situación no aconseja todavía la retirada completa del muro protector, pero éste es un paso hacia la normalidad y un gesto que acredita la voluntad de permanecer. "Nosotros hemos venido para quedarnos", dice el presidente de Edesur, José María Hidalgo.
Las empresas han contribuido a hacer de España un agente activo de la vida internacional
Los ingresos logrados en Latinoamérica por seis firmas españolas equivalen al 5,2% del PIB de España
América Latina es tan importante para nosotros como para afectar a nuestras pensiones
España vuelve a estar en América Latina, entre un coro de voces, interesadas, que caracterizan este moderno desembarco como la nueva aventura de los viejos conquistadores; una expresión, esta última, que fuera de nuestras fronteras no denota precisamente épica ni heroísmo. España ha vuelto a América no para insistir en el pretendido liderazgo cultural e idiomático que ha reclamado a lo largo de los últimos 200 años, ni para seguir vindicando las bondades de su proceso de transición a la democracia. Ha vuelto de la mano de un ejército de hombres de negocios, capitanes de empresa, ejecutivos de centenares de multinacionales grandes y pequeñas que hace poco más de una década optaron por extenderse en el solar latinoamericano decididos a ganar nuevos mercados, adquirir envergadura y sobrevivir en el mundo globalizado. Cargada de riesgos, errores -la arrogancia inicial no es el menor-, rectificaciones y grandes aciertos, la internacionalización empresarial, muy volcada en Latinoamérica, constituye un acontecimiento mayor de la historia española, un paso trascendental que está transformando nuestro presente económico y social, y acondicionando intensamente el futuro. Ciertamente, no deja de resultar extraordinario, y paradójico, que un país sin gran desarrollo tecnológico ni elevada renta per cápita, receptor neto de capital extranjero hasta hace unos años, haya pasado a situarse entre las ocho primeras potencias en inversión exterior.
Y cómo no asombrarse de que ese mismo país que en 1980 carecía de empresas de renombre internacional haya llegado a formar un pequeño grupo de multinacionales; además de un millar de compañías internacionalizadas con campeones como Iberdrola, primera operadora mundial en parques eólicos; Freixenet, líder mundial en vinos espumosos; Ebro Puleva, la mayor productora de arroz, y firmas de la talla de Inditex (Zara), Ficosa Internacional, Grupo Antolin, Mondragón Corporación Cooperativa, Indra, Sol Meliá, Mapfre, Acerinox, Viscofan, Duro Felguera, Ence, CAF y otras.
La gran aventura empresarial en América Latina es una apuesta sumamente audaz, porque no existen precedentes de una concentración geográfica inversora de tal magnitud: más de 90.000 millones de euros, a cargo de una potencia económica media como España. En poco más de una década, España se ha convertido en el segundo país inversor en un territorio situado dentro de los naturales dominios financieros de Estados Unidos. Los bancos Bilbao (BBVA) y Santander (SCH) son las primeras entidades financieras de América Latina; Telefónica es la operadora líder; Arcelor, el primer productor de acero; Prosegur, la primera compañía de seguridad; Endesa e Iberdrola, primeras firmas sectoriales, mientras Repsol YPF y Gas Natural ocupan posiciones muy destacadas, al igual que las constructoras Acciona, ACS-Dragados, FCC, Ferrovial u OHL, y las concesionarias, líderes mundiales en las infraestructuras.
Esta presencia es tan visible socialmente, tan poderosa económica y políticamente, que se superpone al ascendente cultural hispano y reduce más que nunca a la retórica las referencias a la madre o, según se mire, a la madrastra patria. La marca España gana estatura e influencia en el mundo con una significación nueva, sinónima de patronal para muchos latinoamericanos, asociada a la gestión empresarial, al desarrollo, a la modernidad y hasta a la tecnología. Y puesto que los resultados se imponen sobre la lírica hispanista, empresas como Telefónica o los bancos Santander y Bilbao pasan a convertirse en poderosos instrumentos de influencia de la política exterior, que anuncian el regreso de España como agente activo de la vida internacional.
A lo largo de esta década, las empresas asentadas en América Latina han anudado una comunidad de intereses que en su propio provecho España necesita preservar. De hecho, éste es un raro ejemplo de país desarrollado que ha ligado en gran medida su futuro económico al de una serie de países en vías de desarrollo. De ahí la nueva ola de incertidumbre, el temor a que los cambios políticos arrumben la tierra de promisión que ha asistido al nacimiento de las grandes multinacionales hispanas. Porque de la mano de las triunfantes izquierdas locales, buena parte del territorio predilecto de la inversión exterior española se desliza hacia un nuevo discurso o modelo antiliberal, aún impreciso, entre ocasionales explosiones telúricas de un magma indigenista, etnopopulista y nacionalista, más o menos hostil al capital extranjero.
Lula da Silva, en Brasil; Néstor Kirchner, en Argentina; Michelle Bachelet, en Chile; Hugo Chávez, en Venezuela; Evo Morales, en Bolivia, y, quizá también, este mismo año, Andrés Manuel López Obrador, en México -¿Ollanta Humala en Perú?-; las piezas del tablero cambian de signo y certifican, elección tras elección, el rechazo masivo a las recetas privatizadoras y la búsqueda de nuevos modelos de gestión más intervencionistas, aunque, caso de Brasil, se busca, igualmente, establecer marcos de colaboración público-privada. Desde la Tierra del Fuego al Caribe, el corrimiento político latinoamericano sitúa a los intereses españoles sobre un suelo que, en determinadas áreas, adquiere el aspecto de un campo minado.
Aunque el elemental análisis de riesgos muestra que poco tienen que ver el Brasil de Lula y el Chile de Bachelet -dos referencias juzgadas modélicas en este panorama- con la situación en Bolivia y Venezuela, el conjunto de Latinoamérica participa hoy de la sensación de pertenecer al club de damnificados por el llamado Consenso de Washington, el catálogo de medidas adoptado a principios de los años noventa. Aquellos acuerdos auspiciados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional impulsaron políticas de desregulación y privatización, más radicales que las desarrolladas en Europa, que franquearon la entrada del capital español y permitieron la adquisición de empresas y servicios tradicionalmente reservados al Estado.
Con los nuevos gobiernos y el consiguiente movimiento pendular, la renegociación de contratos y la revisión de las tarifas de agua, teléfono, gas y electricidad han pasado a formar parte del lenguaje oficial en el marco de políticas orientadas a una mayor regulación de la actividad económica y en medio de un discurso, alentado en ocasiones desde el poder, que prácticamente acusa a empresas españolas de ejercer el latrocinio. Se acabaron, desde luego, los tiempos en los que la entrada de Telefónica en Perú, previa compra de la telefonía estatal peruana por 2.000 millones de dólares, fue saludada como la llegada de los Reyes Magos, la época en la que los altos responsables de las compañías españolas descolgaban el teléfono con la seguridad de poder contar con elevados responsables políticos del país al otro lado de la línea.
La euforia y las desmesuradas expectativas sobre las privatizaciones, creadas en su día desde el poder, han dado paso a la decepción y a la crítica, impulsadas igualmente por los nuevos poderes y por grupos del capital local que, una vez repuestos de las crisis o tras haber repatriado los fondos que en su día pusieron a buen recaudo, buscan ahora hacerse con los codiciados servicios básicos actualmente en manos españolas. "Como el modelo no ha funcionado, estos países han perdido el miedo a Estados Unidos, al Fondo Monetario Internacional y a los poderes fácticos, han abandonado las reverencias y descubierto que les hace falta un Estado. Quieren recuperar la propiedad o el control de lo que vendieron los gobernantes anteriores", explica el embajador en Argentina, Carmelo Angulo. Según el diplomático, "la desilusión y la búsqueda de un modelo híbrido de Estado constituye hoy una reacción general en toda Latinoamérica que se manifiesta en dos vertientes: el neopopulismo nacionalista y la izquierda moderada con fuerte discurso social".
Dado el volumen de su apuesta inversora y de sus cifras de negocio, España se juega en este nuevo escenario político buena parte de su bonanza económica, hasta el punto de que una reducción significativa de los beneficios empresariales en la región tendría un impacto directo en el PIB español y en el monto de capitalización del Ibex 35. "América Latina es ya demasiado importante para nosotros, porque nos estamos jugando nuestras pensiones. La reducción de un 30% de los ingresos en Latinoamérica supondría una disminución directa del 1,6% del PIB español, pero, claro está, el efecto indirecto en ingresos, consumo y empleo sería muchísimo mayor", subraya José Luis Curbelo, director de Inversiones de Cofides (Compañía Española de Financiación al Desarrollo).
Las cifras de resultados ilustran elocuentemente sobre lo fundamentado de ese juicio, porque el mercado latinoamericano aportó en 2004 el 49% de los beneficios del BBVA, el 35% de los del Santander, el 41% de los de Telefónica, el 45% de los de Repsol YPF, el 23% de los de Endesa y el 7% de los de Arcelor. Y los ingresos latinoamericanos de esas seis empresas -más de 41.000 millones de euros en 2004- equivalen al 5,2% del PIB. La pérdida de valor bursátil derivada de un desastre en América Latina podría convertirles, además, en presa fácil de los mastodontes internacionales.
Se puede argumentar, con razón, que hablar de empresas internacionales españolas es un eufemismo, en la medida en que encubre la realidad de un capital de procedencia tan diversa como el destino de los beneficios que genera. En efecto, cualquiera de las grandes multinacionales españolas cuenta con una elevada participación de capital extranjero en porcentajes que oscilan entre el 30% y el 60%. Es sabido, por lo demás, que el patriotismo fiscal de las multinacionales tiene sus límites en ese 18% del impuesto de beneficios que tributan gracias al procedimiento de crear filiales tenedoras de acciones en países como Holanda. Pero siguen cotizando en la Bolsa española y sus matrices conservan el poder de las decisiones estratégicas y el sesgo nacional que les compromete a preservar mejor sus intereses en el territorio de origen.
No pocos analistas atribuyen una parte sustanciosa del crecimiento de Madrid, sede central de muchas de estas compañías, a las decenas de miles de empleos directos altamente cualificados surgidos al calor de la expansión internacional. Y los beneficios de retorno -3.800 millones de euros acaba de repartir el BBVA, la mitad procedente de América Latina- se distribuyen mayoritariamente entre los accionistas de nuestro país. De modo que la Bolsa y la economía española están sumamente expuestas a los avatares de un territorio de ciclos económicos cortos y violentos, caracterizado con un elevado riesgo potencial.
Verdaderamente, las grandes empresas españolas han demostrado una notable capacidad de resistencia -han sobrevivido a dos recesiones durísimas: el tequilazo mexicano de 1994 y el tangazo argentino de 2002-, pero el nuevo reto tiene poco que ver con el acierto en los negocios, puesto que es de naturaleza política y está sujeto a las disposiciones de gobiernos escarmentados ante el fracaso de unas recetas que en lo que se refiere a las reformas institucionales nunca fueron aplicadas. Por eso flota el temor a que los terremotos políticos sucedan a los económicos, y por eso, como indica el embajador Carmelo Angulo, "las empresas se sienten contra las cuerdas y piden la protección del Estado español".
Aunque ningún Gobierno hace ascos a la inversión extranjera y todos tratan de evitar las deslocalizaciones -hay que distinguir entre el discurso de barricada y la práctica gubernamental-, la inseguridad jurídica y la falta de marcos estables sobre los que aplicar las estrategias comerciales han enfriado notablemente los ánimos inversores. Mientras el Gobierno venezolano proyecta su larga sombra intervencionista, Bolivia nacionaliza los recursos petroleros y gasísticos de Repsol YPF y fuerza a Abengoa a vender sus concesiones de explotación por 25 centavos de dólar. Agbar (Aguas de Barcelona) trata de salir ordenadamente de Argentina a causa de la congelación de las tarifas. "Se abre un periodo de fragilidad. Esto va a ser un juego de billar, lo que ocurra en un país tendrá consecuencias en otro; por ejemplo: será difícil que te vaya bien en Bolivia si estás enfrentado a Chávez", apunta Alfredo Arahuetes, vicedecano del Instituto de Postgrado (Icade) de la Universidad Pontificia de Comillas.
Así las cosas, agotado o clausurado, por lo demás, el terreno de las grandes privatizaciones, la inversión neta directa española en Latinoamérica ha caído en picado desde los 27.600 millones de euros de 1999 a los 7.300 millones de 2004, lo que significa que España ha pasado de destinar a América Latina el 63% de su inversión total exterior a tan sólo el 17%. Pese al repunte inversor detectado recientemente y al asentamiento de nuevas empresas pequeñas y medianas, es como si las compañías respondieran tácitamente a la situación limitando sus inversiones a operaciones de mantenimiento o reforzamiento de lo existente y renunciando a explorar nuevos caminos de negocios. Por supuesto, no invertir es una forma de presión.
En este compás de espera y con los efectos del tangazo frescos en la memoria de resultados, gana fuerza la idea de diversificar la inversión y los riesgos. Admitido que la diversificación es una cautela obligada dictada por el sentido común y por el hecho mismo de que la economía de Latinoamérica supone únicamente el 8% de la mundial (la española, el 2%), la situación actual coloca a las empresas y a los inversores españoles ante la encrucijada de optar entre la retirada escalonada, la simple consolidación de lo existente o la renovación de la apuesta iniciada hace tres lustros.
José Luis Curbelo detecta el peligro de que se sobredimensione ahora un riesgo que se minimizó antes de la crisis argentina. A su juicio, las compañías españolas no pueden permitirse el lujo de reaccionar con desidia ante el nuevo reto porque perderían grandes cuotas de mercado, malbaratarían el trabajo invertido y pondrían en riesgo los ingresos de la sociedad española en su conjunto.
"Puesto que Latinoamérica ha pasado a ser determinante para España, no sólo en las cuentas de resultados de sus empresas, sino en el crecimiento económico y en las rentas de los ciudadanos, el asunto de la inversión y su relación con la política exterior adquiere en estos momentos una importancia suprema", afirma. El ex subdirector de la revista Política Exterior Fernando Delage va más lejos: "América Latina no es sólo una oportunidad para la empresa española; es el terreno en el que demostrar sus aspiraciones, el que puede hacer de España una potencia global".
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