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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bush, India y Pakistán

La gira de Bush por el sur de Asia, que acabó ayer en Pakistán entre formidables medidas de seguridad, señala el final de una época diplomática para EE UU marcada desde la guerra fría por su exclusivo carácter propaquistaní. Emerge imparable en su lugar una alianza privilegiada en el subcontinente con India, puesta de manifiesto en el excepcional acuerdo para legitimar a Nueva Delhi, después de 30 años, como poder nuclear. La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, explicaba académicamente este giro de grandes implicaciones al señalar que Washington ha conseguido relacionarse satisfactoria y separadamente con ambos enemigos históricos en sus propios términos.

El presidente de EE UU ha reafirmado en Islamabad la vigencia de los lazos estratégicos con Pakistán y elogiado la actitud del general Pervez Musharraf en la guerra conjunta de ambos Gobiernos contra el terror islamista. Pero Washington descarta conceder a Pakistán -un Estado frágil e inestable, al que sus todopoderosos generales han permitido convertirse en alarmante supermercado nuclear- prerrogativas parecidas a las indias. Que Bush haya asegurado a Musharraf que su nueva alianza con Nueva Delhi no amenazará la seguridad paquistaní no evitará una escalada armamentista en el sur de Asia. Islamabad va a buscar en otros países la tecnología atómica que EE UU le niega, y China es el candidato por antonomasia.

La importancia de Pakistán para EE UU radica hoy en su papel decisivo para combatir a Al Qaeda y los restos armados del poder fundamentalista talibán, asentados básicamente en el explosivo cinturón tribal fronterizo con Afganistán. En aras de esa sociedad imprescindible, Bush seguirá vendiendo F-16 a Islamabad, facilitando las inversiones estadounidenses en el país y, pese a proclamarse impulsor de la democracia en el ámbito musulmán, mirando hacia otro lado, aunque Musharraf, llegado al poder mediante un golpe incruento en 1999, todavía no haya cumplido su promesa de convocar elecciones democráticas.

Pero a pesar de los parabienes de Bush y la retórica mutua de ayer, Musharraf nunca ha sido políticamente tan débil como ahora para garantizar las elevadas expectativas de Washington. Pakistán vive una creciente marejada antinorteamericana. Lejos de la prédica gubernamental que certifica su debilidad, el integrismo islamista y sus terminales terroristas proyectan su amenaza en el interior del país y el vecino Afganistán, amenazan la seguridad del régimen y son dueños de la calle mediante la capacidad movilizadora de sus propios partidos. Los repetidos atentados contra el presidente Musharraf y el suicida que mató a un diplomático estadounidense en Karachi en vísperas de la llegada de Bush hacen ilusorias las afirmaciones oficiales de haber "roto la espalda" de Al Qaeda.

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