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LECTURA

Tomando té con el torturador

Se abrió la puerta repentinamente y entró Lucho, el hombre a quien los otros dos habían descrito como interesante por sus opiniones sobre la "guerra sucia", el eufemismo de moda empleado para referirse a los años de terror.

Nuestro anfitrión nos ofreció té porque se le había acabado el café, y fue a prepararlo.

Lucho se sentó con la espalda contra la pared e hizo una mueca; se enderezó en el sillón y sacó una pistola del cinturón. La puso sobre el escritorio. (...)

Javier comentó que habíamos estado hablando sobre el capitán Astiz. Lucho pareció irritado.

-No sé cómo usted puede estar en ambos bandos -dijo al encontrar al invitado angloargentino.

Su rostro moreno y agradable se endureció, los ojos brillaron con odio. Luego se calmó. Javier interrumpió sus emociones diciendo que él y nuestro anfitrión me habían estado explicando la situación política en la Argentina.

"Nos dieron órdenes, y eso es todo. Nuestra misión era capturar a los del ERP y a los subversivos de los sindicatos. La Marina se encargaba de los Montoneros; la Aviación, de los trotskistas y de los bolches en los sindicatos"
"¿Alguna vez usaste la picana?, ¿alguna vez quemaste a alguien?", pregunté a Javier. "Por supuesto que lo hizo", intervino Lucho. "Todos lo hicimos..."
"Uno no puede no excitarse maniobrando sobre un cuerpo desnudo totalmente indefenso. Los movimientos que produce la picana parecen exigirlo. Es una tentación. Hay que hacerlo..."

La voz de Lucho sonó razonable. Habló del daño causado por la guerra sucia en las Fuerzas Armadas.

-No es el combate contra un enemigo extranjero... Con esto no quiero decir que luchar contra los extranjeros sea más fácil; sólo que es diferente. Una guerra sucia como la que tuvimos es un conflicto entre gente que habla el mismo idioma; es como una pelea en la familia.

Hubiera sido razón suficiente para una mayor compasión.

-Por el contrario: las peleas familiares suelen ser mucho más crueles. El conocimiento personal elimina la necesidad de discreción. Es terrible lo que produce en las vidas y las mentes de la gente. Una vez, cuando fui al hospital militar, el médico me dijo que sus colegas le habían contado que el Ejército había empleado a 150 psicólogos en 1978 y 1979 para tratar a los oficiales jóvenes que habían estado en la lucha antisubversiva. Eso me dijo. Yo no sé si es cierto. Pero cuando a uno le cuentan algo así, algo de verdad debe haber. Los oficiales jóvenes tenían que ser atendidos porque no se podía permitir que todos se retiraran de las Fuerzas Armadas. Algunos tendrían que ser ascendidos.

Me ignoró cuando comenté que no parecía haberse desgastado. Tomó la pistola del escritorio y la contempló mientras sus manos la daban vuelta. Siguió hablando:

-Ahora el problema es diferente. ¿Cómo se negocia el final de una guerra civil cuando no hay un vencedor neto? No crea que no nos damos cuenta de que aunque les ganamos, no podemos reclamar la victoria. Hay que tener en cuenta elementos políticos. Y si tenemos que negociar el punto final al pasado, debemos saber con quiénes. Debemos saber si los negociadores son lo bastante fuertes para eso y si son interlocutores válidos. ¿Cómo se negocia un acuerdo que ambas partes van a respetar? El asunto de la amnistía es la charla de moda de los imbéciles del Ministerio del Interior; o tal vez se trata de algún globo que infló el comando. Una amnistía no termina con los tiroteos ni detiene a los locos que creen que pueden vengarse y salir ilesos. Hay que hacer un trato con las personalidades políticas que pueden controlar a los loquitos. Sabemos que las garantías totales son imposibles, pero es imprescindible buscar alguna forma de control.

Cambio de apellidos

-¿Usted se desgastó? -le pregunté a Javier.

Dudó, miró a Lucho, pero no encontró respuesta en sus ojos. La conversación estaba acercándose a algo en lo que yo meditaba desde hacía tres años, cuando un hombre, Francisco Manrique, ex oficial naval y candidato presidencial en 1973, me había dicho en una conversación en Londres en 1980 que existían hombres así. Lo había dicho con indignación, con comprensión por los oficiales que, por temor a represalias, se habían cambiado los apellidos y se habían mudado de los pueblos donde habían vivido durante muchos años. Se habían roto matrimonios y los hombres no se habían adaptado a las nuevas situaciones. El ex candidato presidencial contaba que había conocido a mucha de esta gente en las provincias. (...)

Javier dijo que había solicitado un traslado y lo consiguió gracias a un coronel que se dio cuenta de que él no estaba bien.

-Hay un límite a lo que se puede aguantar, porque, en realidad, la gente es decente...

Nuestro anfitrión trajo cuatro tazas de té en dos viajes, las puso sobre el escritorio y fue a buscar el azúcar.

Un ruido metálico me cortó la respiración; luego oí deslizar metal sobre metal y miré cómo Lucho quitaba el cargador de su 45 y sacaba una bala de nueve milímetros. El cargador con cuatro o cinco balas estaba en el suelo. Observó el detonador en la bala. Estaba practicando un juego muy de militar. El ruido metálico había sido el golpe del percutor en la bala. Llevaba hacia atrás el martillo y lo soltaba luego para ver qué marca podía hacerse en el detonador sin que estallara el tiro. Levantó la vista, el efecto no lo había dejado satisfecho.

-¿Le gusta su trabajo?

Se sobresaltó, luego entrecerró sus ojos hasta que su expresión se tornó cruel y su mente sopesaba la pregunta.

-A veces -dijo en forma indiferente-. A veces, pero no es una cuestión de gustos. Tenía órdenes y las obedecía. Debíamos acabar con la subversión y casi lo logramos... casi. Si no hubiera sido por los hijos de puta como usted, sí, que se rajaron para llenar los diarios de Europa con propaganda antiargentina...

Mi estómago produjo un ruido como el que hace un líquido al pasar por un caño repentinamente desobstruido... una premonición de pánico. Levanté la taza y bebí el té para ocultar mi cara. Pensé en el escritor checo Ludwik Vaculik, que escribió un cuento titulado Una taza de café con mi inquisidor. Yo enviaría al diario una nota titulada Tomando té con el torturador.

Javier interrumpió después de aclararse la garganta, y de ensayar el sonido de su propia voz.

-Hay que entender que esas cosas pasaron hace tiempo. El país ya no quiere esta discusión; tenemos que hacer otras cosas...

Tac... Otra vez Lucho tiró hacia atrás el martillo y estudió la bala.

-Solamente pregunté si le gustaba su trabajo...

El bueno y el malo

Ya estaba. La pregunta que había querido hacer durante más de doce años había sido enunciada por fin. Su origen no estaba en una simple curiosidad intelectual de comienzos de los años ochenta, sino en una conversación sostenida a principios de la década de los setenta. El tema entonces fue los lazos o las barreras, más allá del dolor, entre un torturador y su víctima. (...) ¿Cuál es el estado en el que hombres y mujeres infligen crueldades casi inaguantables y luego pueden comunicarse con sus víctimas? Más adelante se publicó el relato de una mujer presa en Uruguay. Uno de sus carceleros era amable, se preocupaba por ella y le afligía su situación. Un día, durante una sesión de tortura feroz con la picana eléctrica, su torturador le bajó la venda de los ojos para que ella viera al carcelero amable, sonriéndole entre dientes. (...)

De un bolso de viaje saqué una carta.

-Escuchen esto -dije-. Quiero leerles una carta.

"... El programa consistió en interrogar a cinco personas que el periodista reunió, entre ellas yo, y que habían tenido problemas con desaparecidos. La Comisión todavía no estaba constituida, por lo que no sé cómo hizo para citarlas. Cada uno expuso su caso o experiencia, pero uno dijo que había salido de la Argentina varios meses después del golpe militar de 1976, con toda su familia. Dijo que trabajaba como mecánico de autos y motos de la policía y que había visto cosas. Cuando se le preguntó qué había visto, dijo que contaría pero que para ello debía borrarse su nombre, que había dicho al principio. Se accedió y dijo: 'Yo he visto cómo a los jóvenes se los sentaba, se les introducían sus pies en dos recipientes que se rellenaban con cemento portland y cuando éste fraguaba un poco se los levantaba y se los llevaba. En cuanto a lo que se les hacía a las jóvenes, no lo contaré por respeto a las señoras y señoritas que están en la sala". Así salió al aire su relato.

Tac.

-Por Dios, Lucho, guardá esa pistola de mierda -exclamé.

-Ja, ja, te agarré. Estás cagado de susto. El valiente periodista está cagado de miedo. Pensá qué buen título para La Razón. O Crónica: Pirata inglés periodista, cagado de miedo... ¿Así que querés saber lo que hicimos? Quiere saber, Javier... Está bien, te voy a contar... ¿De dónde es esa carta?

-De Israel -contesté.

-Judíos hijos de puta... No se puede confiar en ellos. ¿Puedo ver la carta?

-No.

-Metéte la carta en el culo. En realidad no la quiero. Si la quisiera te la sacaría así...

Me apuntó y casi le entrego la hoja. El dueño de casa se puso de pie y nos dijo que nos calmáramos. Dijo también que todos estábamos interesados en la historia y que lo que Javier y Lucho podían contar era útil porque era "historia viva".

-Te contaré. No podés hacerme nada porque no sabés quién soy y nuestro amigo no te lo dirá. Además, no estoy avergonzado de lo que hice...

-Así que te gustaba tu trabajo -observé, y me di cuenta de lo increíble que sonaba.

-¡La puta madre! Es la tercera vez que decís eso. Parecés un pervertido. Cumplimos con una función... Por lo menos yo. Entonces estábamos en Córdoba, en el Ejército. Nos dieron órdenes y eso es todo. Nuestra misión era capturar a los del ERP y a los subversivos de los sindicatos. La Marina se encargaba de los Montoneros; la Aviación, de los trotskistas y de los bolches en los sindicatos. Por supuesto que cruzábamos estos límites, pero aquéllos eran los objetivos. Trabajábamos en células. La experiencia argentina se basa en la de los franceses en Argelia, y te digo que se está aplicando en otros lugares de América. A lo mejor pronto se usará el mismo método en toda Europa. No se puede derrotar a los comunistas de otra manera. (...)

Crueldad en estado puro

¿No pensaba ni por un momento en la gente que había padecido tanta crueldad?

-No era crueldad. Era la guerra.

¿No se pensaba en los derechos del individuo cuando se dejaba de lado la ley?

-No empecés con esas tonterías de los derechos humanos. Son solamente un letrero político. Nosotros éramos los verdaderos defensores de los derechos. Luchábamos por un estilo de vida, por una sociedad sin subversivos. El resto es mierda. Los que organizan campañas y agitan banderas lo hacen porque son militantes o porque no arriesgan nada. El asunto de los derechos humanos es demasiado político para ser solamente una cuestión de moral. En la Argentina están metidos en los derechos humanos los que han sufrido una tragedia y no hay convicción moral detrás del dolor personal. Estoy de acuerdo con la gente que dice que hay que contarles a los familiares lo que les ha ocurrido a sus parientes subversivos; pero en privado, sin escándalo. Debería ser así o matarlos a todos, así no habrá campañas. A mí no me importa pero al comando sí. Al comando le preocupa la imagen y la política. Cuanto más alto se está, menos se desea estar involucrado en cuestiones personales... Con la política sí, pero con las personas, no.

Javier permanecía en silencio. La ansiedad que había mostrado en el transcurso de la conversación parecía haber disminuido y le agradaba que fuera Lucho el que hablara de política.

Lo más desagradable de la conversación no eran los interlocutores, sino su racionalidad. La discusión presentaba los contrastes de horror y normalidad de un extracto de los Diarios de París de Ernst Junger, aunque sin el consuelo intelectual del análisis de Junger de los acontecimientos y las experiencias. Durante mucho tiempo pensaron que habían cometido el crimen perfecto. No había cadáveres y contaban con el apoyo de las autoridades. Los acontecimientos podían discutirse sin la violencia de la acusación y la defensa.

-Esa carta que leíste... Yo no te puedo decir si eso ocurrió o no. Probablemente sí... Pasaron tantas cosas... cosas duras. Yo no creo poder acordarme de todo lo que hice, a pesar de que no siento remordimientos. Como dijo Javier, hay un límite a lo que se puede aguantar. Los más jóvenes parecían más duros. Les dieron autoridad sobre los subversivos presos y la convirtieron en poder de decisión sobra la vida y muerte.

-¿Qué edad tenían?

-Eran muy jóvenes. Muchachos en la edad de reclutas del servicio militar que se habían enganchado en el Ejército, dragoneantes, muy jóvenes... Había que pararlos cuando castigaban, porque si los dejábamos, los que tenían que hacer el interrogatorio se hubieran quedado sin nadie a quien interrogar. Si alguien me dice que los jóvenes son idealistas... después de lo que yo he visto... Los jóvenes son todos extremistas, en sus ideales, en su violencia, en sus maneras. No conocen las precauciones ni el cuidado.

Dio vuelta a la pistola entre las manos, miró por la ventana y apuntó. Había silencio en el edificio. Había terminado el ruido de los ascensores y los pasos y las puertas que se abrían y cerraban. Las oficinas se habían desocupado al final de la jornada.

-Nosotros, los mayores, a menudo debíamos contener a los muy jóvenes -se quejó Javier.

Sonaba como un escolar que aspiraba a quedar bien. No era por decencia; era débil y, por consiguiente, peligroso.

-¿Alguna vez usaste la picana? ¿Alguna vez quemaste a alguien? -pregunté a Javier.

Él dudó buscando las palabras adecuadas.

-Por supuesto que lo hizo -intervino Lucho-. Todos lo hicimos... Todos tuvimos que aprender a castigar a los subversivos. Era un trabajo. Parece que no me entendés eso...

Tac...

El secreto estaba en no molestar a Lucho. En cuanto perdía la paciencia comenzaba a jugar con el arma. (...)

-¿Quiénes eran las...? -Estuve por decir víctimas y recordé que él los llamaba subversivos. Pero entendió la pregunta.

-Por lo general no los conocíamos. A veces sí, si nos los traían más de una vez. Generalmente eran sólo un número. Los hombres que los capturaban sí sabían los nombres, pero ellos solamente nos los entregaban. Se estaba en la captura o en el castigo, pocas veces en las dos actividades. Si se estaba en la captura, sólo había que entregar a los subversivos, pero también había que hacer el informe del operativo y el inventario de las cosas requisadas para ins-pección...

-¿El botín?

-No, botín no: bienes confiscados. Total, ellos no iban a usarlos más. Se clasificaban las cosas. La ropa iba a los orfanatos o a obras sociales. Los muebles se regalaban o se vendían. El dinero iba a un fondo especial...

Para los ladrones.

-Para bonificaciones por servicio para los miembros del grupo; las operaciones no podían realizarse sin dinero. (...)

-¿Podía describir un día de rutina?

-No los había. Si se estaba en operativos, el trabajo era nocturno. Si se estaba en la base, en los castigos e interrogatorios, nos llamaban cuando llegaba un grupo nuevo. Había que empezar a trabajar de inmediato; sin hacer preguntas, sin perder tiempo. Se les arrancaba la ropa, se los ponía sobre la mesa metálica, se ataban las correas y recibían las descargas.

Javier sudaba.

-Yo no lo hice durante mucho tiempo. Pedí que me trasladaran a otros operativos... y de ahí me fui.

Lucho le sonrió.

-Los jóvenes eran los que manejaban las picanas. Duraban más. No tenían remordimientos ni se afligían. Bastaba con darles la orden y decirles: "Ése es tu enemigo comunista", y para ellos era como un partido de fútbol. Tenían que ganarle al contrario. (...)

Cuando Lucho torturaba gente...

-Yo nunca torturé. Torturar es infligir dolor por placer personal. Yo castigaba al enemigo cumpliendo órdenes de mis superiores. Y si querés saberlo, todo se transforma en un juego con sus reglas; el subversivo lo sabe. Tenés que sacarle información. El tiempo está de tu lado, pero a él no podés darle tiempo porque entonces él te ganará en cuanto empieces a darte cuenta de lo que hacés. Hay que trabajar para vencerlo tan rápido como sea posible. Lamentás causarle dolor pero trabajás rápidamente. No lo mirás a la cara aunque le pongás los electrodos en la boca; y lo tenés con los ojos vendados. El secreto está en no mirarlo a los ojos. El otro secreto es que no haya sangre, eso hay que dejarlo para los enfermos hijos de puta o las bestias jóvenes. Podés mirar cómo se arquea el cuerpo y rebota con las descargas eléctricas, pero nunca derramar sangre...

-¿Qué voltaje usaban?

-Cualquiera, hasta 220 voltios. También se les hacía el "submarino"; se los colgaba de los pies y se los sumergía en un charco de agua sucia o se los dejaba caer sobre el suelo mojado cubierto con sal... Pero yo nunca hice eso. La electricidad es limpia. Las otras cosas son para enfermos. (...)

Obediencia debida

-Los montoneros decían que tomábamos farlopa (cocaína). Pero no la necesitábamos. Estábamos cumpliendo nuestra obligación como oficiales. (...)

Su desesperación creciente me dio fuerzas.

-¿Alguna vez se le murió alguien mientras lo torturaba?

-Nunca. Pero a Javier se le murieron dos -dijo riendo con crueldad. (...)

Por eso Javier se había desmoronado. Pero, ¿había sido por accidente o por exceso de celo? Javier no respondió. El marino estaba muy rígido y nervioso.

-¿Y las mujeres? ¿Qué pasaba con las mujeres? ¿Las violaban?

-Uno no puede no excitarse maniobrando sobre un cuerpo desnudo, totalmente indefenso. Los movimientos que produce la picana parecen exigirlo. Son tan vulnerables en su semiinconsciencia... Es una tentación. Hay que hacerlo... (...)

El marino estaba pálido. Parecía estar a punto de llorar.

-Hijo de mil putas. Nunca pensé que lo hicieras.

Lucho bajó la vista.

Tac...

-¡Dejá tranquila esa pistola!

Lucho, con la mirada en el suelo, levantó la pistola y la arrojó sobre el escritorio.

El ruido atronó en la oficina. Había estallado la bala. La taza de Javier, en un extremo del escritorio opuesto al lugar donde estaba Lucho, desapareció en una nube de polvo blanco. Simplemente, la loza barata dejó de existir.

Los cuatro nos pusimos de pie y miramos el agujero en la pared a la altura del escritorio.

A través del fuerte zumbido de mis oídos, oí un sonido agrietado proveniente del marino. Había hallado la voz suficiente para decir:

-Sería mejor que se fueran todos. (...)

Soldados controlan el acceso a la plaza de Mayo tras el golpe de Estado que derrocó a la presidenta de Argentina Isabel Perón, en marzo de 1976.
Soldados controlan el acceso a la plaza de Mayo tras el golpe de Estado que derrocó a la presidenta de Argentina Isabel Perón, en marzo de 1976.CIFRA GRÁFICA

Andrew Graham Yooll

'La memoria del miedo" (Libros del Asteroide) describe el terror político justo antes y después del golpe militar de 1976 en Argentina. En este extracto del capítulo 12 se describe el encuentro con dos torturadores del autor, redactor del 'Buenos Aires Herald' al producirse el golpe y hoy su director. La cita fue el 12 de marzo de 1986 y en ella se dan las claves de por qué el ser humano puede llegar a cometer actos que van contra los más elementales derechos humanos. El libro sale a la venta a mediados de mes.

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