La financiación en el preacuerdo estatutario
El preacuerdo alcanzado recientemente por el Gobierno y la mayor parte de los partidos catalanes introduce modificaciones importantes en la propuesta original de reforma del Estatuto. En materia de financiación, las cosas han cambiado mucho y para bien. Tal como ha quedado el texto, ya no estamos ante una ruptura unilateral de la baraja por parte del Parlamento catalán, sino ante un pacto entre partidos que constituyen una mayoría parlamentaria por el que se fijan las líneas generales de una reforma del sistema de financiación que no altera sus parámetros básicos.
Se trata, sin embargo, de una propuesta de reforma muy mejorable. Ciertamente en cuanto a la forma, pues ni el Estatuto catalán es el vehículo adecuado para definir el marco de financiación regional, ni parece muy sensato pretender hacer tal cosa sin negociar previamente con todas las partes afectadas. Y también en cuanto al fondo. El texto acordado contiene elementos positivos, entre los que destaca un reparto bastante razonable de los recursos y de las responsabilidades fiscales entre el Estado y las regiones. Pero no sólo no resuelve satisfactoriamente el principal problema del sistema actual (su falta de adecuación al principio constitucional de igualdad), sino que podría muy bien agravarlo.
El peligro tiene que ver con el diseño del mecanismo de nivelación interterritorial. Para hacer efectivo el principio de igualdad, el sistema de financiación debería garantizar a todas las regiones los recursos necesarios para prestar un nivel similar de servicios públicos con independencia de su nivel de renta -aunque no, ciertamente, con independencia de la bondad de su gestión o del uso que decidan hacer de su capacidad normativa en materia tributaria-. En el acuerdo, sin embargo, la garantía de igualdad se limita a los servicios básicos (educación, sanidad y servicios sociales esenciales), y se condiciona a que las comunidades realicen el mismo esfuerzo fiscal y a que los mecanismos de nivelación no alteren el ranking regional de renta per cápita (esto es lo que se llama en ocasiones el principio de ordinalidad).
Esto plantea numerosos problemas tanto técnicos como sustantivos, de los que me centraré en dos por motivos de espacio. El primero es que algunas de las restricciones que establece el texto son muy difícilmente justificables en términos de equidad. No se entiende muy bien, por ejemplo, por qué los ciudadanos de las comunidades de menor renta han de tener peor protección medioambiental y menos seguridad alimentaria que los demás. Tampoco está claro que el principio de ordinalidad sea una norma razonable si se aplica sin tener en cuenta las posibles diferencias entre individuos o territorios. De hecho, no hace falta estrujarse mucho los sesos para encontrar circunstancias en las que lo razonable es precisamente que la actuación del Estado resulte en una inversión de posiciones relativas. Dados dos individuos con niveles no muy distintos de renta, bastaría con que el que gana un poco menos antes de impuestos y prestaciones sociales sea padre de familia numerosa y tenga un hijo minusválido, mientras que el otro carece de cargas familiares. Puesto que algo semejante podría muy bien suceder a nivel agregado cuando consideramos, por ejemplo, dos regiones con grados diferentes de envejecimiento, no parece buena idea imponer restricciones incondicionales al resultado del proceso de redistribución.
El segundo problema es la ambigüedad del texto. No está nada claro qué quiere decir "igual esfuerzo fiscal" (¿misma recaudación por habitante, como en el texto original, o una escala tributaria común? En el primer caso, la garantía de nivelación quedaría completamente desvirtuada). Tampoco se especifica qué variables hay que comparar para determinar si se ha producido una alteración del ranking de rentas o qué "mecanismos de nivelación" han de tenerse en cuenta para el cálculo. (¿Estamos hablando sólo del Fondo de Suficiencia, o podemos incluir el conjunto de las actuaciones del sector público, abriendo así la puerta a las balanzas fiscales con todo lo que eso supone?). Así las cosas, no resulta sorprendente que los firmantes del acuerdo ofrezcan interpretaciones muy diferentes del mismo o que se manejen estimaciones de su impacto sobre Cataluña y otras regiones que llegan a diferir en miles de millones de euros. Es cierto que la ambigüedad es probablemente lo que ha hecho posible el pacto. Pero me temo que el problema se está cerrando en falso. Lo único que se ha conseguido es posponer el conflicto unos meses y alimentar mientras tanto expectativas poco razonables que, cuando se vean defraudadas, servirán para aumentar aún más la crispación.
Leyendo el acuerdo, resulta difícil evitar la sensación de que cada una de las partes está convencida de haberle metido un gol a la otra. Los partidos catalanes han conseguido colocar en él algunas cosas a las que esperan poder agarrarse para arrimar el ascua a su sardina cuando la situación les sea favorable. El Gobierno seguramente lo ha permitido porque está convencido de contar con instrumentos suficientes para imponer en el futuro la interpretación más igualitaria del texto. Espero que tenga razón, pero ya veremos. En cualquier caso, el acuerdo no esboza un sistema de financiación territorial necesariamente más equitativo que el actual y podría traducirse en un considerable aumento de la conflictividad cuando llegue el momento de concretar todo lo que ahora se está dejando en el aire. Una vez más, hemos optado por ponerle un parche al sistema para salir del paso en vez de sentarnos todos juntos a ver cómo lo arreglamos de verdad. Esperemos que cuando vuelva a romperse, la factura no sea prohibitiva.
Ángel de la Fuente es vicedirector del Instituto de Análisis Económico del CSIC.
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