_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

26 años del 28-F

Hace hoy veintiséis años, el 28 de febrero de 1980, siete de las ocho provincias andaluzas votaron a favor de una autonomía por la vía rápida. En Almería ganó el No, pero una modificación de las leyes sobre los referendos permitió a Andalucía alcanzar el máximo nivel de competencias que otorgaba la nueva Constitución de 1978. Con ello se logró acceder a la autonomía por el artículo 151, como antes lo habían hecho las comunidades consideradas "históricas", Cataluña, País Vasco y Galicia. La autonomía por la vía rápida no se logró sin dificultades. El gobierno de la UCD propugnó la abstención, a pesar de la fuerte contestación interna que tuvo en la Comunidad. El ministro andaluz Manuel Clavero Arévalo presentó su dimisión en desacuerdo con esta postura. Este catedrático de Derecho Administrativo dijo una frase hoy muy recordada, en alusión a que había que reclamar para Andalucía lo mismo que tenían las comunidades históricas: "Café para todos".

El 28-F fue posible por la existencia de una conciencia regional de identidad que tuvo su espoleta el 4 de diciembre de 1977, cuando cientos de miles de andaluces salieron a la calle para reclamar una autonomía plena. Ese día en Málaga fallecía José Manuel García Caparrós, que recibió un disparo en medio de una carga policial. Este clamor por una autonomía de primera posibilitó un año mas tarde el Pacto de Antequera, por el que once partidos se comprometían a dotar a la comunidad del más alto nivel de competencias. Sería una barbaridad discutir que, transcurrido más de un cuarto de siglo, Andalucía no ha avanzado de forma sustancial con su autonomía y que la comunidad -como no podía ser de otra forma- ha elevado su desarrollo económico, se ha dotado de nuevas infraestructuras, y ha mejorado la calidad de vida de los andaluces. Pero sería la misma barbaridad no cuestionar el alto nivel de autocomplacencia, las diferencias sociales que siguen existiendo, y los problemas de localismos y de agravios entre provincias que, transcurrido tanto tiempo, se mantienen vigentes y nos alejan de una comunidad realmente vertebrada.

Hace apenas dos semanas, el pleno del Parlamento aprobó por 64 votos a favor (PSOE e IU) y 42 abstenciones (PP y PA) la toma en consideración de la proposición de ley de reforma del Estatuto. Es evidente que ese espíritu del 28-F que posibilitó el primer estatuto tiene muy poco que ver con el ambiente que se vive ahora para acometer esta reforma. Unos cambios que apenas han levantado interés alguno en los andaluces, a pesar de la insistencia de los partidos y de los medios de comunicación por instalarlo en el centro del debate político. Eso sí, siempre a remolque del Estatuto de Cataluña. La crispación y la demagogia están apartando a la ciudadanía de este debate, ante la incapacidad de los líderes políticos de articular un mensaje nítido sobre las consecuencias que tendrá esta segunda transformación del estado autonómico.

Sería deseable que el nuevo Estatuto logre el consenso que tuvo el anterior. Es difícil el encaje de una norma que no cuente con el respaldo del segundo partido más votado en la comunidad. Pero también es evidente que dos no pueden llegar a un acuerdo si uno de ellos ni tan siquiera se sienta a dialogar. La semejanza más clara entre la situación actual y ese añorado espíritu del 28-F está esencialmente en el tejado del PP. Esta formación política corre el riesgo de repetir, un cuarto de siglo después, el grave error que cometió su antecesor en el centro-derecha en Andalucía. Las consecuencias de ese error aún la están pagando y han permitido al PSOE eternizarse al frente del gobierno de la Comunidad. Los actuales planteamientos del PP no hacen más que echar leña al fuego de ese árbol caído. Y lo hace en unos momentos donde apenas quedan otros actores en la Comunidad. El PA está sumido en la más absoluta irrelevancia e IU, que sí se ha comprometido, tiene escaso peso social. Tras 26 años de autonomía, sería saludable que la sociedad andaluza dispusiera de al menos dos partidos con la suficiente confianza de los ciudadanos para alternarse algún día en el poder. El problema es que el PP está cada día más lejos de abanderar ese cambio y que el PSOE lo sabe demasiado bien, y sigue por ello acomodado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_