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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Nueva Orleáns, seis meses después

Cerca de 1.500 muertos y 3.000 desaparecidos. Barrios enteros destruidos y miles de personas desplazadas. El huracán Katrina dejó Nueva Orleans arrasada. Seis meses después, la voluntad de recuperarse de la tragedia marca el espíritu de quienes lo perdieron todo. El próximo martes de carnaval será una oportunidad para demostrar que la vida sigue.

Yolanda Monge

La vida sigue, "no importa cuántos muertos cuentes entre los familiares o los amigos". De encima de la chimenea de su casa toma en sus manos la careta que cubrió sus intensos ojos azules durante el carnaval del año pasado. Decidido, Joel Haas sale a la calle, se retira su flequillo rubio de la cara, se coloca la máscara y posa desafiante ante la cámara. A su espalda, parte de los restos de la tragedia americana: una casa de la que el viento sólo se llevó el tejado. Afortunada. Enfrente, Nueva Orleans, una ciudad anegada por el agua y la ineficacia de la Administración de George W. Bush. En el calendario de Haas, una fecha: este año, el próximo martes 28 de febrero, el día del Mardi Gras, el fat tuesday; el martes anterior al Miércoles de Ceniza, día en que se inicia la cuaresma, el periodo de sacrificio que precede a la Pascua de resurrección.

"Las bandas de música tocarán himnos solemnes para despedir el dolor que nos dejó Katrina"
"Reconstruiremos. Y en unos años estaremos de nuevo llorando a más muertos"

Haas sabe de sacrificio y de resurrección. Luchó por defender su identidad contra los prejuicios sociales que en el sur profundo que es Luisiana estigmatizan a los homosexuales. Y espera resucitar el día de Mardi Gras, cuando se cale en la cabeza un penacho de plumas de tres metros de altura, se calce unas botas doradas hasta el muslo y se descubra el pecho para pintarlo con purpurina dorada, verde y morada, los colores del carnaval. Entonces, Haas olvidará por unas horas al Katrina y hará honor a aquella frase francesa que rige los tiempos en Nueva Orleans: "Laissez les bons temps rouler…" ("Que vuelvan los buenos tiempos…").

A punto de cumplirse medio año des- de que el huracán Katrina golpease con fuerza desmesurada el golfo de México, este hombre de 43 años necesita una gota de esperanza que devuelva a la ciudad lo que el agua de unos diques desbordados de incompetencia le arrebató. "El carnaval está en mi sangre, como está en la de mi padre, que formaba parte de una comparsa desde muy joven, y yo, a mi manera, he hecho lo mismo", relata Haas reflexionando. Ese "a mi manera" significa que Haas pertenece al grupo The Krewe of Armeinius, una de las pocas agrupaciones gays que celebran Mardi Gras en Nueva Orleans. Desde 1969, The Krewe of Armeinius no ha faltado ni un solo año, y ya van 37, a su cita con la música y los desfiles. "Este año más que nunca necesitamos el Mardi Gras", asegura Haas. "No sólo porque eso traerá de nuevo a los turistas, sino porque hemos sufrido demasiado y durante unos días merecemos olvidar el dolor y la destrucción".

No sólo será púrpura, verde y dorado este año el carnaval. Tendrá impreso en las carrozas y los disfraces el azul que cubre muchos de los tejados de las casas en la ribera del Misisipi. El plástico azul que las agencias humanitarias facilitan en el Tercer Mundo para que los desplazados por las hambrunas, los refugiados de las guerras o los damnificados por terremotos se pongan a cubierto define ahora el paisaje aéreo de Luisiana. Las 23 carrozas de que dispone el grupo The Krewe of Mid City fueron cubiertas por el agua después de que los diques reventaran tras el azote de Katrina el pasado 29 de agosto. Estuvieron encalladas hasta que el agua se fue. Su huella es visible: con un pequeño roce, la madera de los bajos se vuelve serrín. Apesta a humedad. El equipo de Mid City se afana en tapar los desperfectos con plástico azul.

"Mardi Gras es toda mi vida", reclama Ricardo Rick Pustanio. "Cuando usted mira las carrozas está viendo mi corazón y mi alma", confiesa. Con 50 años y mucha vida a las espaldas -viajó como escenógrafo durante los años setenta y ochenta con bandas como AC/DC o Judas Priest-, Pustanio lleva más de una década dedicado a "crear magia". "De pequeños, los niños quieren ser bomberos o policías. Yo siempre tuve claro que quería ser el chico que crease las carrozas, el que las cubriese de papel de colores y flores", explica Pustanio. "Mardi Gras es la personificación de la comunidad. Si este año la ciudad se ha vestido de plástico azul, nosotros nos vestiremos de azul". Para Pustanio, el carnaval de este año será como uno de los tradicionales funerales con jazz de Nueva Orleans. "Las bandas de música tocarán himnos solemnes para despedir el dolor que nos dejó Katrina". El Mardi Gras será la celebración de una ciudad que tiene mucho por lo que plañir.

La esclavitud africana, la cercana colonización española y la presencia francesa de más de un siglo hicieron de esta ciudad portuaria, pirata y con el lado oscuro que le aporta el vudú una mezcla de culturas que tiene en el carnaval y la música una de sus máximas expresiones. Y ningún momento mejor que el Mardi Gras para llenar de música las calles: jazz, cajún, zydeco… Un negro baila claqué en una esquina del Barrio Francés, casi inmaculado tras la furia de Katrina. Los locales de strip-tease reclaman clientes desde sus carteles de neón: es Bourbon Street, la calle turística por excelencia. Su nombre nada tiene que ver con el whisky americano. Se llama así por la dinastía Borbón. Nueva Orleans perteneció a la Corona española entre 1762 y 1800 merced a un acuerdo entre el rey francés Luis XV y su primo el rey español Carlos III. Derrotada la monarquía en Francia, Napoleón la recuperó un poco antes de vendérsela a Thomas Jefferson. El escaso periodo español dejó sus marcas; de hecho, la reconstrucción del French Quarter corresponde a esa época -aunque el nombre no lo diga-, pues bajo la ocupación francesa la ciudad sufrió dos devastadores incendios.

Máscaras de carnaval. Collares de cuentas de colores. Caretas. Los bons temps se borran cuando me reencuentro con Judy Morgan. Entonces no hay máscara que disfrace la realidad de Nueva Orleans. Cerca de 1.500 muertos y más de 3.000 desaparecidos. Miles de toneladas de basura apestando las calles. Barrios enteros arrasados, coventrizados. Sin luz, ni gas, ni agua. Hospitales bajo mínimos. Presos mantenidos en un limbo legal que ya ha hecho que se llame a Luisiana el "Guantánamo de los pantanos". Un total de 100.000 millones de dólares en pérdidas. El mayor éxodo de personas desde la Gran Depresión de los años treinta. Desgobierno. Una reconstrucción que no se ve porque no existe: no hay planes concretos, no se sabe qué se quiere hacer con la ciudad.

Conocí a Judy Morgan a los pocos días de la catástrofe. En septiembre. Cuando la ciudad era una Venecia macabra sobre cuyas aguas flotaban cadáveres inflados boca abajo. Cuando entrar en una casa del barrio de Lakeview -al que había que llegar en lancha por un agua que desprendía un fuerte olor a gasolina y a algo más, que debía de ser carne humana pudriéndose- era descubrir que en los cuartos de estar de algunos hogares americanos la gente murió ahogada, entre la locura de no poder huir y la impotencia de no recibir ayuda. Nueva Orleans apestaba entonces a orines, excrementos y muerte. También a desesperación. Los que huían del Superdome, trampa mortal en la que cayeron los miles de desheredados que se refugiaron ante la llegada inminente del huracán y tras la orden de evacuación inmediata decretada por el alcalde de la ciudad, el demócrata Ray Nagin, se agolparon luego en el Centro de Convenciones a la espera de poder abandonar la ciudad. No tenían ni agua ni comida, sólo sudor y hambre. Bajo el sol, una anciana se cansaba de resistir tras días sin esperanza. Moría deshidratada. Todo lo que se pudo hacer por ella fue tapar su agotado cadáver con una manta. Ésa fue toda la dignidad que se pudo aportar a su muerte. Vivió pobre y murió sola y abandonada en la primera potencia mundial.

Judy Morgan es blanca y tiene 44 años. Su casa en Hopedale, a las afueras de Nueva Orleans, literalmente voló con Katrina. Luego el agua se encargó de barrer los recuerdos, que quedaron esparcidos en varias millas. Morgan, todavía legalmente casada con Henry, pero separados hace varios años, intentó adaptarse en septiembre a la situación y pasó algunos días en casa de su ex marido o de amigos. Fue entonces cuando conocí a Judy, peleando con la FEMA (la agencia gubernamental encargada del manejo de las emergencias, y cuyo director, Michael Brown, tuvo que dimitir tras la pasiva y caótica respuesta ante el desastre), ahogada en papeles y asfixiada por funcionarios que le pedían documentos que el agua se había tragado. Judy estaba atrapada en las redes de la burocracia. La FEMA no le concedía una caravana en la que intentar recomponer su vida. Pero necesitaba su espacio. Junto con Cheryl Cricket Livaudais, una amiga de muchos años atrás, Morgan decidió instalar una tienda de campaña sobre el lugar que antes ocupó su casa. Han pasado casi seis meses y Judy Morgan sigue viviendo bajo una lona con cremallera. A su lado, Livaudais, de 47 años y blanca, instaló una tienda más pequeña. Cuando llueve se mojan, cuando hace frío se hielan, cuando reciben la enésima carta de la FEMA pidiéndoles documentos que flotan en el Misisipi se desesperan. Ellas mismas definen la situación de forma muy gráfica: "Ni siquiera tenemos un muro contra el que estrellar la cabeza".

La FEMA se ha convertido para estas dos mujeres en cuatro letras sinónimo de ineficacia e insensibilidad. Hace unos días, un psiquiatra del condado les hizo una visita. Livaudais monta en cólera cuando lo recuerda. Los ojos se le abren mucho, y su piel clara se vuelve roja, inyectada de sangre. "Quieren que tome pastillas para tranquilizarme, y yo no quiero calmarme", chilla Livaudais. "Necesito mi rabia, necesito estar enfadada para poder seguir luchando". Livaudais estalla en lágrimas: "Lo han hecho mal y no van a conseguir callarme". Se sienten abandonadas. Fueron primera página de todos los periódicos en el mundo, abrían los noticieros. El presidente Bush ha visitado varias veces la zona. Pero las víctimas se sienten condenadas al olvido.

Patriota, miembro de la Asociación Nacional del Rifle -dueño de una Magnun 357, 11 rifles "y muchas armas más ahora llenas de herrumbre"-, blanco, votante republicano: un "buen americano". Ése es Henry Morgan. A la semana de que Katrina le arrancase todo lo que poseía quiso izar la bandera estadounidense que presidía su antigua casa. Pero en sentido inverso. Su ex mujer, Judy, no se lo permitió. "Incluso la hubiera quemado, me siento avergonzado de ser americano", dice iracundo Henry. Judy Morgan mira al suelo y no le contradice. "Desearía que esto nunca hubiese pasado, no merecíamos esto". Judy Morgan duerme en su tienda de campaña con un revólver del calibre 38 bajo su almohada. Dice que a veces lo mira y sabe que sería la solución a su desesperación. "Pero Dios no me lo perdonaría", dice, "yo soy una buena cristiana". Se resiste a ser fotografiada. "Esta cámara no refleja mis preocupaciones, tengo más de un millón dentro de mí", le dice Morgan al fotógrafo. Bajita, guapa, con las marcas de los peores seis meses de su vida marcadas en el rostro, Morgan ha puesto toda su energía en un autobús de colegio amarillo que pretende convertir en su hogar. Lo está limpiando. El fuerte olor a lejía logra que lloren los ojos. Hace frío, y Judy Morgan tiene las manos rojas y cortadas de meterlas en el barreño de agua fría. "Para el carnaval ya tendré casa", explica queriendo parecer optimista. Pero le dura poco: "No espero nada del Gobierno, estoy sola. Sola con mi revólver", se lamenta.

Estar en medio del Bajo Barrio Nueve podría ser el equivalente a estar en cualquier ciudad arrasada por una guerra. Kabul tiene edificios más intactos en sus calles que la gran mayoría de los barrios de Nueva Orleans. No hay ni una sola casa del Bajo Barrio Nueve que haya sobrevivido a la tragedia de Katrina. Pasear es pisar libros, juguetes rotos, platos que una vez pertenecieron a una vajilla. Del pomo de una puerta volcada contra el suelo cuelga una bolsa que debió de servir para hacer los recados: tiene un monedero dentro y unas gafas de vista cansada. De otra puerta pende un albornoz que alguien ya no usará nunca para cubrirse tras salir de la ducha. Televisores reventados, frigoríficos hediondos tapizados con bichos que se cebaron en los alimentos podridos. Un retrete arrancado de cuajo de su lugar de origen yace intacto en el solar del número 5428 de la calle Johnson, donde antes hubo un hogar. Es el tsunami americano. Una gran tromba de agua que se tragó barrios enteros cuando reventaron los diques de la calle 17 y la calle Londres que contenían el agua del lago Pontchartrain.

"A esto ha llegado EEUU hoy", certifica Rebecca Kaplan, de 37 años, blanca y artista. Kaplan ha llegado hace unos días desde San Francisco para ayudar a limpiar las casas tragadas por el agua y el barro. "Washington se ha olvidado de esta gente. Lo que ocurre en Nueva Orleans debería hacernos reflexionar sobre el Gobierno que tenemos, al que no le importa cuántos soldados más tengan que morir en Irak ni los vivos que ya no tienen nada". Cubierta de pies a cuello por un mono blanco para evitar infecciones, al estar rodeada de basura, y con una mascarilla en la boca para que el polvo que desprende el moho no le inunde los pulmones, Kaplan es muy crítica con la Administración de Bush: "Bush tardó cuatro días en llegar a Nueva Orleans, y cuando llegó prometió muchas cosas que no ha cumplido. El Gobierno está más preocupado por cómo salir de Irak que por lo que pasa en su propia casa. Nueva Orleans es una buena fotografía de la realidad americana". Junto a ella carga una carretilla con desechos Ian Sabo, de 21 años y blanco, de Virginia Occidental -"de Sago, del mismo pueblo que los mineros muertos"-. Sabo ha parado sus estudios para llegar a Nueva Orleans "a echar una mano". "Toda ayuda es poca; esta gente, la mayoría negros, no puede limpiar sus casas porque ni siquiera viven aquí", explica Sabo. "Si las limpiamos y demostramos que pueden resistir evitaremos la demolición". Su trabajo, junto a la ONG Common Ground, tiene además para este joven un fin concreto: mantener viva la tragedia. "Cuando se van las cámaras de televisión, la miseria y la devastación siguen existiendo, y, sin embargo, los ciudadanos piensan que ya no pasa nada".

La ayuda la están aportando en Nueva Orleans ciudadanos anónimos. Grupos de gente organizada bajo buenos propósitos que huye de ser etiquetada políticamente. Gente que va y viene. Que cruza el país desde Nueva York para servir durante una semana de sus vacaciones comida a los desplazados que sobreviven en caravanas. Ciudadanos de todas las edades comprometidos con otros ciudadanos, sus ciudadanos. Desde que la naturaleza se tragó Nueva Orleans y puso al descubierto las debilidades del sistema y las desigualdades sociales, el grupo Emergency Communities sirve tres comidas al día los días de diario, y dos el sábado y el domingo, bajo el lema "Cocinar con Amor". A mediodía, la cocina es toda revuelo. "¿Cuál es el menú hoy para los vegetarianos?", grita Lucy a la entrada de la carpa que alberga los fogones. Lucy ha llegado hace un día de Toronto (Canadá). "¿Quedan tomates?", pregunta Christina mientras corta hojas de lechuga. Christina se apellida Vizcarra, viene de California, y aunque no sabe español resalta que sus padres eran emigrantes que llegaron hace años de México.

A pesar de ser invierno, el clima es benévolo en Luisiana. Hoy hace casi calor. Y a Marie Maynard le sobra la ropa. Su cara muestra el cansancio de quien lleva medio año viviendo de prestado. "Como de la caridad y me visto de la caridad", cuenta Maynard. Con 57 años tiene naciendo las canas que no le cubre el tinte de pelo que ya no puede pagarse. Maynard come hoy, como ayer, y anteayer, y el día antes de ése, en un plato de plástico y bebe café en un vaso de plástico. Desde su caravana -"en la que veo las horas pasar sin hacer nada más que llorar"-, Maynard volverá a las ocho para la cena. Katrina le arrebató todo: "57 años de vida y los que estén por llegar, porque ya nunca seré la misma". Asiente con la cabeza Sherly Gonzales. Las mismas canas crecidas. Más años: 63. "Yo además perdí dos hijos". A su lado alguien toca el violín. Un hombre negro sorbe la sopa. No tiene dientes, y dice que "tampoco futuro".

Callados, temerosos, como si quisieran ser invisibles, Inocencia y Claudio también tragan sopa. Son inmigrantes ilegales de El Salvador. La pesadilla de la derecha más radical de Estados Unidos, que ve cómo los inmigrantes latinos han llegado en masa a Luisiana para hacer el trabajo sucio de la reconstrucción y temen que se queden. "Sí que me quedaría si pudiese, tampoco sería mala recompensa por hacer lo que no está haciendo nadie". Esta última frase significa: trabajar más de 18 horas, sin papeles, sin seguro y con el miedo constante a ser deportados. Inocencia y Claudio, marido y mujer, tienen miedo, no hablan mucho. Al menos Inocencia, y cuando Claudio se suelta, su mujer le advierte: "Tú no cuentes más. Anda y cómete la sopa, que ya vamos tarde". Inocencia y Claudio, llegados hace años de El Salvador en busca del sueño americano. Katrina les ha dado una oportunidad. Un grupo de jóvenes voluntarios baila entre las mesas. Casi nadie les mira. Los desplazados por Katrina ahogan sus malos pensamientos en la sopa del día.

"Pido a Dios que me deje morir", confiesa Jim Couget a una de las personas que trabajan con Emergency Communities. Couget, de 79 años y blanco, tiene parkinson y ha sufrido cuatro infartos desde que el huracán le exilió de su casa. Joyce Couget, su esposa, de 75 años y blanca, fuerte como un roble, logró -"Dios sabe cómo"- salir al tejado de su casa y pedir ayuda cuando el agua superaba ya el segundo piso. La Guardia Nacional les rescató en helicóptero. Jim Couget imploraba a los soldados que le pegasen un tiro. "Si me hubieran matado entonces no estaría viviendo ahora esta miseria". Su mujer le contempla con ternura, con tristeza, tras ver a su marido derrotado tras vivir juntos 49 años de matrimonio. "Jim no estaba bien, pero Katrina le rompió el alma, le quebró el espíritu", cuenta en voz baja. Esta mujer no deja ni un solo segundo de hablar. "Nunca veo a nadie, no hablo con nadie; sólo con los hippies estos", dice de forma cariñosa, "cuando me traen la comida". Jim y Joyce Couget viven con tres dólares al día. "Este mes ya no he podido comprar las medicinas". A su lado, el hombre que desea morir comienza a llorar. "No hace más que llorar este viejo tonto", dice su mujer mientras le acaricia un brazo. Ella sólo lloró el día que le dijeron que sus hijos estaban todos sanos y salvos. De alegría. "Ni una lágrima desde entonces, no puedo llorar".

Miriam Wilson también ha llorado poco. Sólo dos veces desde el 29 de agosto: la primera cuando supo que su madre estaba en la morgue tras fallecer -"el Señor sabe cómo"- durante el huracán; la segunda, el día que volvió a su casa en el Bajo Barrio Nueve. Eran cinco generaciones de mujeres negras. Cinco mujeres que nunca lo tuvieron fácil. Si se remonta en el tiempo, Wilson cuenta historias de plantaciones y esclavos que su tatarabuela le contó a su bisabuela y que ésta le relató a su abuela, hasta que la historia alcanzó a su madre. Wilson no sabe nada de una de sus hijas. Sin noticias también, casi seis meses después, de dos nietas pequeñas. La casa azul de Wilson había sido su hogar durante 59 de los 74 años que dice tener -"no me acuerdo muy bien, 74, 73… a lo mejor son 75…"-. Tampoco recuerda muy bien cuando la abandonó su marido. "Eso prefiero ni recordarlo, estoy mejor así". Miriam Wilson reside en Houston (Tejas) con una de sus hijas. De los cinco hijos varones, no tiene noticia de dos de ellos. "Los negros seguimos importando poco en este país". "¿A quién le importa que haya un negro más o menos?", se pregunta Wilson. "Nadie nos va a echar de menos".

En un país en el que Dios se imprime en los billetes de curso legal, donde no se cuenta en porcentajes porque casi no existe la población que se declara atea, el alcalde Ray Nagin, negro, cree que "Dios está enfadado con América". Y el castigo fue Katrina. En el día de la celebración del nacimiento de Martin Luther King, el alcalde Nagin aseguró que "Dios castiga a los afroamericanos por no cuidar a sus hijos", por el hecho de que el 70% de esos niños esté siendo criado "por madres solteras, en hogares sin padres". Nagin parecía estar, junto con Dios, en una misión: "Nueva Orleans era una ciudad negra antes de Katrina, y Dios quiere que vuelva a ser una ciudad negra". El alcalde hizo referencia a este deseo racista de una manera más dulce: "Dios quiere que Nueva Orleans sea una 'ciudad chocolate' ['chocolate city']".

Nagin se disculpó de mil maneras posibles por el comentario. Se acercan las elecciones municipales, se aplazaron de febrero al próximo mes de abril. Y la base electoral de Nagin es mayoritariamente negra. Aunque nadie sabe muy bien ni dónde, ni cómo, ni con qué censo se desarrollarán esos comicios. Del cerca de medio millón de personas con que contaba el área metropolitana de Nueva Orleans, ni tan siquiera una cuarta parte ha regresado; es el mayor éxodo de desplazados desde que el crash de 1929 sumiese al país en la pobreza. La tromba de agua desencadenada por Katrina provocó la expulsión de la población más pobre, la catástrofe se cebó con la población negra. No era la primera diáspora que vivía Luisiana. Tras la gran inundación de 1927, los negros se movieron en masa al norte del país.

"No volveré", asegura Leo Baker. Su casa perteneció a su padre, y antes al padre de su padre. El paupérrimo Bajo Barrio Nueve está plagado de historias como la de Baker. A pesar de poseer la propiedad de su hogar tras generaciones, le aterra la posibilidad de que la historia se repita. "Y se repetirá", vaticina. "No van a construir unos diques capaces de contener otro Katrina", explica Baker. "Reconstruiremos. Y en unos años estaremos de nuevo llorando a más muertos". A sus 39 años, negro, con mujer, tres hijos y un hermano del que no tiene noticias desde el huracán, ha empezado una vida nueva en la vecina Baton Rouge, la capital del Estado de Luisiana (más de 100 kilómetros al oeste de Nueva Orleans). Cae el sol, y Baker se dispone a retornar a su exilio. Hoy ha recogido algún retazo más de su vida: un vinilo con la carátula embarrada del ciudadano más conocido de Nueva Orleans: Louis Armstrong. La música sonará, pero los buenos tiempos tardarán en volver.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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