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Rembrandt, en el universo de Caravaggio

El Museo Van Gogh de Amsterdam compara la esencia de ambos artistas a través de 35 obras

Isabel Ferrer

Dos virtuosos del claroscuro pictórico, el realismo y el ingenio en la composición, Rembrandt y Caravaggio, protagonizan desde hoy y hasta el 18 de junio la muestra estelar del 400º aniversario del nacimiento del maestro del Siglo de Oro holandés. Presentada en el Museo Van Gogh de Amsterdam, en colaboración con su vecino, el Rijksmuseum, la confrontación de estos maestros del Barroco del norte y del sur de Europa sella el triunfo de la expresividad y de lo emotivo de la mano de dos triunfadores que lo perdieron todo. La exposición reúne 35 cuadros cedidos por el Ermitage de San Petersburgo, la National Gallery de Londres y la Galería de los Uffizi de Florencia, entre otros museos.

El trazo en apariencia difuso de Rembrandt recoge el de Caravaggio, fuerte y firme
Ronald de Leeuw: "En cierto modo se trata de un encuentro poético con un desconocido"

Titulada simplemente Rembrandt y Caravaggio, la exposición es también un pulso visual algo engañoso. El gran tamaño de las telas escogidas, los motivos bíblicos, que abarcan de la sacudida del Sacrificio de Isaac al embeleso de la Sagrada familia, y el espectacular uso de la iluminación parecen indicar que estamos ante dos artistas empeñados en abrumar al espectador. Pero es al contrario. Tanta maestría deja al final un poso más humilde. Son los rostros lo que permanece. Unas caras corrientes, probablemente modelos de la calle, que revolucionan con su humanidad composiciones encargadas por su clasicismo, ya fuera pagano o trascendente.

El ejemplo más claro tal vez sea Amor triunfante (1602), de Caravaggio, y El rapto de Ganimedes (1635), de Rembrandt. En el primero, el dios Amor es un jovencito burlón y de lo más carnal, transformado él mismo en objeto de deseo. Ganimedes, por su parte, no es el atractivo adolescente llevado al Olimpo por un águila como favorito de Júpiter. Es un bebé rechoncho y asustado sin carga sexual alguna. Sin embargo, lejos de caer en la parodia, los dos cuadros conservan el poder del mito interpretado de forma personal.

Encantado con la riqueza de matices de los 35 cuadros expuestos, cedidos por el Ermitage de San Petersburgo, la National Gallery de Londres y la Galería de los Uffizi de Florencia, entre otros, Ronald de Leeuw, director del Rijksmuseum de Amsterdam, no escatimó ayer adjetivos. "Este cumpleaños de Rembrandt es el sueño de cualquier director de museo. En cierto modo, se trata de un encuentro poético con un desconocido. El holandés no coincidió con Caravaggio, aunque sí absorbió la esencia de su obra. Hemos querido compararlos, que no enfrentarlos", dijo emocionado.

El montaje de la exhibición, con las paredes oscuras y unas luces ambientales bien resueltas, señala la ruta de unos lienzos donde Rembrandt transforma a San Pedro en un anciano temeroso y comido por el remordimiento en su Negación de Pedro (1660). Caravaggio, mientras, ofrece un rostro de Cristo atribulado en su resignación para El beso de Judas (1602). Dos instantes del Nuevo Testamento donde prima la psicología de los personajes. El holandés la realza iluminando parte del rostro del apóstol. El italiano aprovecha las corazas de los soldados para subrayar la violencia de la traición.

En otros cuadros es la persuasión del amor lo que arrastra. En La novia judía (1665), Rembrandt retrata con una sencillez arrolladora la ternura de unos enamorados. Es una de sus obras más famosas y también de la que menos se sabe. Se presume que la pareja representa a Isaac y Rebeca, símbolo del matrimonio ejemplar. Pero también podrían ser Tito, el hijo del pintor, y su novia. Caravaggio opta por otra forma de lenguaje corporal para plasmar el despertar espiritual de la protagonista. En La conversión de María Magdalena (1599), la hermana de la protagonista, Marta, enumeraría los milagros de Cristo para lograr su salvación.

Los estudiosos de la obra de los dos maestros señalan estas similitudes, pero recuerdan también que sus biografías ni siquiera los acercaron un poco en vida.

Rembrandt van Rijn tenía cuatro años escasos en 1610 cuando Michelangelo Merisi, del pueblo de Caravaggio (al norte de Milán), fallecía comido por la fiebre. Borracho, pendenciero y genial, este último responde a la imagen de lo que hoy llamaríamos un hombre inadaptado o antisocial. Se peleaba a menudo y de forma violenta. Robaba, saqueaba y asesinó a un conocido, Ranuccio Tommasoni, que podría haber sido su amante.

Expulsado de Roma y forzado a huir sin cesar de la justicia en los últimos años de su vida, a Caravaggio le sostuvo su arte. A pesar de sus tropiezos con las autoridades, nunca perdió el favor de sus protectores. Fueron cambiando, eso sí, a medida que él extremaba su comportamiento. Al menos cuatro cardenales le hicieron encargos para sus iglesias hasta el último momento. Cuando murió tenía 37 años, una larga lista de enemigos y una obra influyente que empezó a ser copiada de forma inmediata en toda Europa. Y eso que no dejó dibujos o esbozos. Pintaba directamente sobre el lienzo. Rembrandt no conoció a su colega italiano. Tampoco vio ninguno de sus cuadros ni viajó al sur cumpliendo con el peregrinaje de los artistas del siglo XVII. La obra de Caravaggio le llegó a través de sus seguidores holandeses, establecidos sobre todo en Utrecht.

La vida de Rembrandt, más larga (murió a los 63 años), fue también más estable. A pesar de la muerte de su esposa y tres hijos y de una mala administración que le llevaría a la bancarrota. Tuvo además multitud de alumnos. Sin embargo, ajeno a tantos desencuentros vitales, el trabajo de los dos fluye al unísono.

La penumbra del pincel del norte es la heredera de las tinieblas del sur. El trazo en apariencia difuso de Rembrandt, capaz de sostener miradas inolvidables, recoge el de Caravaggio, fuerte y firme. Es posible que todo ello fueran meros recursos pictóricos. Que hubiera menos espiritualidad de la asumida hoy por los expertos. Pero una cosa parece clara en la muestra: el realismo de los trabajos y la humanidad de sus autores supera cualquier teoría sobre sus dotes de iluminación.

<i>El festín de Baltasar</i> (1635), de Rembrandt, procedente de la National Gallery, en el Museo Van Gogh de Amsterdam.
El festín de Baltasar (1635), de Rembrandt, procedente de la National Gallery, en el Museo Van Gogh de Amsterdam.
<i>Amor triunfante</i> (1602), de Caravaggio, procedente de la Gemaldegalerie de Berlín.
Amor triunfante (1602), de Caravaggio, procedente de la Gemaldegalerie de Berlín.ASSOCIATED PRESS / MUSEO VAN GOGH
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