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¿Pasar la página?

Los dirigentes del PSOE han aceptado que se apruebe un Estatuto de autonomía de Cataluña con la condición de que el proceso sea rápido y se pueda cambiar de tema antes de las próximas elecciones. En el Comité Federal reunido unas pocas horas antes del pacto entre Rodríguez Zapatero y Artur Mas, los barones, según este diario, urgieron el acuerdo "porque el predominio de este debate no viene bien a nuestros intereses electorales", en palabras de uno de ellos. El mismo Zapatero anunció una "nueva etapa" que deje atrás el debate estatutario y se centre en las políticas sociales. Incluso la vicepresidenta del PSC proclamó "Estatuto sí, pero ya". Nótese el pero, como si el fuese una concesión. Más sorprendentemente, el propio Pasqual Maragall, que, en principio, podría ser el principal beneficiario de que al final haya Estatut, dijo durante el primer minuto de sus declaraciones tras el pacto en la Moncloa que "ahora se podrá ver lo que hace el Govern", al margen del Estatut, se entiende, quizá contagiado momentáneamente de la prisa de sus compañeros de partido.

Sin embargo, no es probable que la prisa por cambiar de tema vaya a fructificar. Primero, el proceso parlamentario y refrendario para aprobar finalmente el Estatuto de Cataluña tomará unos meses, mientras que la culminación de los consiguientes traspasos de competencias y la formación de una agencia tributaria ocupará al menos los próximos dos años, según las previsiones de los protagonistas implicados. Además, siempre se ha supuesto que Zapatero querría utilizar el Estatuto catalán como modelo de referencia para la pacificación en el País Vasco, la cual no es probable que se alcance en una noche de discusión. Y ya no es sólo la cláusula Camps en Valencia la que anuncia nuevas demandas estatutarias, sino que en Galicia y en Andalucía, al menos, ya se ha empezado a apuntar en la misma dirección. No parece, pues, que vaya a detenerse la carrera de las liebres catalana y vasca ante los galgos de las demás autonomías que desde hace veinticinco años nos ha llevado a la descentralización continuada del Estado español.

Entre los argumentos de los que querrían pasar la página confiando en que la presión autonomista se diluya ha habido uno especialmente insidioso. Según han repetido algunos que pretenden no ser nacionalistas españoles ni servir a intereses particulares, el Estatuto no es más que una maniobra de la clase política catalana en busca de más poder y al margen de las preocupaciones "verdaderas" de los ciudadanos de Cataluña, la cual maniobra, se supone, se desvanecerá en seguida por falta de apoyo popular. Se trata de una hipótesis ofensiva, desde luego, para la clase política catalana, a la que se supone capaz de cualquier cosa para satisfacer unas ansias insaciables de poder. En buena lógica, ahora debería atribuirse una motivación similar a Rodríguez Zapatero, quien también habría aceptado la reforma del Estatuto al servicio de intereses inconfesables. Pero, al fin y al cabo, el supuesto de que los políticos persiguen intereses egoístas no deja de ser bastante estándar. La hipótesis es ofensiva, sobre todo para los ciudadanos de Cataluña, a los que se viene a considerar poco menos que discapacitados mentales sometidos a la manipulación. Es inverosímil, en efecto, que el 90% del Parlament de Cataluña sea ajeno y contrario a las preferencias del 90% de los ciudadanos, ya que esto comportaría una crisis política y social que, para cualquiera que circule por estas tierras, es evidente que no existe. La hipótesis es, de hecho, mendaz, porque la observación cercana y todas las encuestas de opinión muestran que desde que, a finales de septiembre, se aprobó el proyecto de Estatuto en el Parlament, la iniciativa ha contado con un amplio apoyo social. Por último, es refutable porque tendrá que haber un referéndum para la ratificación del Estatuto, y así se acabará de confirmar si ha habido o no sintonía o enajenación.

La demanda de un nuevo Estatuto de Cataluña no es sólo de la clase política ni es coyuntural, sino que responde a la concurrencia de varios procesos a largo plazo. Se debe, en primer lugar, al incumplimiento del pacto estatutario de 1979, ya que nunca se puso en vigor la fórmula de financiación prevista entonces y muchas competencias de la Generalitat fueron disminuidas de hecho por leyes orgánicas, leyes de bases y la simple arrogancia de la Administración. En segundo lugar, el proyecto de un nuevo Estatuto de Cataluña es, sin duda, un resultado de la integración europea, la cual ha disminuido drásticamente la capacidad de coordinación económica y territorial del Estado central. Las aperturas de ámbito continental y las cooperaciones transfronterizas han abierto nuevas oportunidades a las comunidades periféricas, las cuales ya no tienen por qué depender tanto de los gobiernos de los Estados. De hecho, hay una marcada tendencia en todos los grandes Estados europeos hacia una creciente descentralización. Por último, el apoyo social se explica por la mayor cohesión de la sociedad catalana, a la que desde hace treinta años no han llegado inmigrantes del resto de España, de modo que todos los jóvenes han crecido y se han educado en Cataluña y en catalán. Como es casi evidente, la última cosa que desea un emigrante que se queda, y aún menos sus hijos nacidos en el país de adopción, es darle la espalda en beneficio del lugar que abandonó por falta de futuro.

Hace poco, un académico madrileño amigo reconocía que seguramente el proceso de adelgazamiento del Estado y de autogobierno creciente de las comunidades pequeñas seguirá desarrollándose en toda Europa en los próximos años, pero suspiraba porque "sea lo más lento posible", es decir, que se permita a los centralistas prolongar el disfrute de sus privilegios obsoletos. Parece que hay prisa, pues, para hacer una reforma que aplace cualquier otro cambio posterior. Pero, como decía un jurista muy experto en estos temas, lo más probable es que dentro de muy pocos años haya en España diecisiete estatutos de autonomía parecidos al vasco y al catalán. La carrera entre liebres y galgos continuará.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en el CSIC y la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona.

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