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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una niña prodigio destruida

Imaginemos que hoy en España un joven autor, con talento y ya una merecida reputación como reportero y crítico literario, escriba una novela inspirándose en la vida de Marisol, dándole otro nombre. Una novela con un narrador que siga la peripecia de una niña prodigio desde sus días en los Coros y Danzas de su Málaga natal hasta el momento en que su estrella se apaga y esfuma del ojo público, pasando naturalmente por sus películas, giras, televisiones y galas, y -también- por sus úlceras y crisis, su hundimiento y hastío. Aparte de ese narrador que conociera y, con tal fundamento, se sintiera autorizado a novelar su vida, se incluirían asimismo, en un montaje perspectivista, cartas, entrevistas y noticias de prensa y sobre todo una especie de coro trágico compuesto por monólogos de familiares y amigos y, con sus propios nombres, imitando con agudeza su mentalidad y dicción, de gente de la profesión (los Goyanes, Jesús Álvarez, Isabel Garcés, Algueró, Bardem), e incluso algunos cameos "históricos" a cargo de Carmen Polo y Fidel Castro.

PERSONALIDAD

Andrew O'Hagan

Traducción de Luis María

Brox Mondadori

Barcelona, 2006

384 páginas. 17 euros

Con otras circunstancias y

las debidas salvedades, esto es más o menos lo que ha hecho uno de los autores más sólidos de la reciente literatura británica, Andrew O'Hagan (1967), en su segunda novela, Personalidad. Maria Tambini, su heroína, es un trasunto de Lena Zavaroni, una niña cantante, con un vozarrón, nacida en la deprimida isla escocesa de Bute de una familia de inmigrantes italianos, que en 1973 se convirtió a los 10 años en un fenómeno tras su triunfo en el concurso de televisión Opportunity Knocks (algo así como Salto a la fama) y que, tras algunas brillantes temporadas, murió anoréxica y medio retirada, más reclamada por los medios por friqui que por artista, en 1999. Si he empezado citando a Marisol ha sido por dar una idea de la familiaridad del público con el material de la novela en su país de origen y también para que el lector español calibre las consecuencias de que un autor en vías de consagración se adentre en un asunto, digamos, algo pringoso, y sin la intención redentora, además, de componer un "fresco histórico". Cierto es que en los países anglosajones inspirarse en la cultura pop no vuelve a un escritor menos respetable (no como aquí, donde parece que, en peso literario, el instrumento más preciso de medida es el taca-taca), pero tampoco tal tradición es precisamente de las que más bonos reparte para el Premio Nobel. Dentro de lo que se cotiza hoy en la bolsa de valores literarios, la elección de O'Hagan al menos supone, honrosamente, una inversión de cierto riesgo. Personalidad se ha quedado a las puertas del Booker, pero no lo ha ganado.

Andrew O'Hagan ha escrito

magníficas reseñas de cosas como las memorias de Victoria Beckham o del mayordomo de Frank Sinatra, y el mundo de Gran Hermano o de Fame Academy (Operación Triunfo) tampoco le ha sido ajeno, y siempre lo ha tratado sin condescendencia ni soberbia, sino con una patética empatía, con un interés terrible -del que ya partía su primer y excepcional libro, Los desaparecidos- por reconocer en qué consiste, en el Occidente de hoy, no ser nadie. Que ahora haya elegido novelar la vida de una estrella de los setenta en vez de la de una más actual -la equivalente, pongamos por caso, a Rosa de España- sugiere algunas preguntas, pero no creo que la respuesta sea algún temor a pringarse demasiado (aunque ¿se imaginan lo que sería un monólogo de los hermanos Mainat, o de esa gran cabeza, Carlos Lozano?), sino cierta perdurable afinidad con lo pasado, extinguido, borrado... y sin embargo recordado, recuperado, como un cadáver que arroja el mar o una maleta devuelta después de treinta años en Objetos Perdidos. La turbia actividad del anacronismo y el lugar sin mapa de los desplazados podría decirse que son su tema. La fama, por otro lado, no deja de ser la forma dignificante de la memoria, aunque en esta dignificación intervengan característicamente, como sabe muy bien la prensa amarilla, la decadencia y la indignidad del famoso. Maria Tambini pasa de arrasar en el hit parade a pesar 25 kilos entre vómitos y laxantes, pero nunca deja de colmar la ansiedad de quienes exigen recordarla. En su gira norteamericana, el showman Dick Cavett le dice: "Tienes tanto talento, jovencita, que me dan ganas de matarte"; un fan demente está a punto de hacerlo, en unos lavabos, con una navaja.

El narrador omnisciente que

se ocupa de más de la mitad de los 45 capítulos de la novela es ducho en detalles pop: conoce y nombra los tipos y marcas de refrescos, antigripales, sombras de ojos y ambientadores de pino, pero también coexisten, en una misma frase, "un estropajo medio rosado Brillo" y "una bayeta cuidadosamente doblada" que no sabemos si es una Spontex o una Vileda. Cierta selectividad poética se impone, a la larga, a la fría exhaustividad documental, debido seguramente a que el narrador narra, más que como si estuviera ahí, como si hubiera estado ahí: es decir, es menos un narrador que observa que uno que recuerda. Toda la novela se ve atravesada por esa corriente empática, penetrante pero no cáustica, por esa negativa a ser encauzada por un simple anotador, sino por un espectador al rescate, y a la vez perseguido, taladrado por el tortuoso, implacable ruido de los recuerdos. Aparte de un espléndido capítulo en que "un ojo" visionario baja del cielo de Londres y luego asciende de las cavernas del subsuelo hasta asomar a las tablas del escenario del Palladium donde Maria actúa, la distancia, en este libro, siempre es corta.

Incluso los abundantes monólogos en que toman la palabra los personajes, desde los más estúpidos ideólogos del talento hasta quienes saben que nunca lo han tenido (y tan a menudo se han empeñado cruelmente en que lo tuvieran los demás), contienen en buena parte semblanzas autobiográficas, en las que impera la idealización o el remordimiento, la farsa del esfuerzo personal o la tragedia de los actos que no se pueden reparar ni confesar.

El "horrible" Terry Eagleton

ha señalado que "no necesitamos otra novela que nos diga que el mundo del espectáculo no es ni de lejos tan profundo como Hegel". Yo particularmente lo que echo de menos es un relato de la celebridad que no necesariamente gire alrededor -y no más- de la repetida disyuntiva destrucción o corrupción. Personalidad no está exenta de esta moralina, pero, gracias a la anorexia, la hace literalmente física: en ella la destrucción es desaparición, atrozmente deliberada. La de una estrella explotada y exhausta, convertida en una artista del hambre de un cuadro de Otto Dix, a la que sólo su propia consunción le permite gritar: "¡Yo tengo el control!".

El escritor Andrew O'Hagan, en la Feria del Libro de Edimburgo, en el año 2004.
El escritor Andrew O'Hagan, en la Feria del Libro de Edimburgo, en el año 2004.COLIN MCPHERSON / CORBIS

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