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Columna
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Nunca digas nunca Hamás

¿Por qué el presidente ruso Vladímir Putin ha anunciado que recibirá a los líderes de Hamás, mientras la UE y Estados Unidos repiten el conocido santo y seña de que no se puede negociar con el terror? El primer ministro británico, Tony Blair, sin embargo, negoció con el IRA, y nadie se rasgó por ello las vestiduras. Moscú, por añadidura, no tiene nada que temer, ni que negociar con Hamás que afecte a sus intereses directos, por lo que lo más que puede hacer es recoger opiniones de sus interlocutores palestinos y, a diferencia de Europa y Estados Unidos, no ha incluido al movimiento en la lista de organizaciones terroristas.

Como ha amagado ya con la diplomacia del fuel, Putin pretende reinsertar a su país allí donde solía: Europa del Este, Asia central y Oriente Próximo. Y la UE, aunque no apruebe formalmente lo que parece una vulneración del compromiso del Cuarteto (EE UU, UE, Rusia y la ONU) de no tratar con Hamás si la organización no renuncia a la violencia, sí puede aprovecharse de que Moscú haga el trabajo exploratorio, evitándole problemas con Israel, que, en cambio, sí cumple a rajatabla una norma aún más general: no negociar ni con terroristas, ni con palestinos.

Hamás tiene hoy el mandato popular más genuino y democrático, conseguido en las elecciones municipales de 2005, y en las legislativas del 25 de enero pasado, de todo el mundo árabe. Palestina ha votado por mayoría absoluta que sea Hamás y no Fatah quien represente sus intereses. ¿Quiere eso decir que el pueblo palestino ha votado a quien quiere destruir a Israel, para que destruya a Israel? Muy pocos palestinos derramarían una lágrima si el Estado sionista desapareciera del mapa, pero eso no significa que hayan elegido a Hamás para que haga lo que saben que es imposible. El movimiento terrorista ha sido elegido sobre todo porque la política del presidente Yaser Arafat y la de su sucesor, Mahmud Abbas, ha fracasado estrepitosamente. Era una política basada en la esperanza -ilusoria- de que Washington, por su propio interés -el de tener pacificada una zona tan sensible del planeta- haría de honest broker y persuadiría a Israel de que aceptara una paz generosa. Ese fue el último designio de Arafat. Ante la imposibilidad de derrotar por las armas o de convencer en la negociación a Israel, el rais pensaba que sólo sería posible reequilibrar la partida trabajándose la retaguardia sionista, en el despacho oval de la Casa Blanca.

La ruina de ese proyecto, al que el presidente Clinton prestó toda la atención necesaria para asegurarse de que Israel se hallaba siempre en ventaja, y su sucesor, el segundo Bush, tan poca como para que sus asesores pudieran despacharse a gusto en favor de Jerusalén, ha llevado a la única alternativa que no estaba manchada por la corrupción, y que mientras el Gobierno palestino imploraba a Washington la limosna de su atención, defendía lo que percibía que eran sus intereses. Y es el refugiado palestino, el que llena Cisjordania y abarrota Gaza, quien, sintiéndose abandonado por Fatah, se ha vuelto hacia Hamás, porque la organización, aún contra toda lógica, asegura que los millones de desplazados podrán volver un día a sus antiguos hogares en Israel. No es un voto islamócrata, ni por Osama Bin Laden.

Hamás no va a renunciar a la violencia en el momento en que se ve recompensado electoralmente por ella. Y para que olvide la utópica jaculatoria de la destrucción de Israel habría que hacer concesiones que ni el Gobierno -cualquier Gobierno- ni la opinión israelíes admitirían; muy al contrario, tanto EE UU como Israel parece que idean cercos, estrangulamientos y boicots para que el pueblo palestino se arrepienta de votar lo que ha votado. La UE y Putin, en cambio, quieren saber qué piensan los hombres de Hamás. A la comisaria de Exteriores europea Benita Ferrero-Waldner le parecía estupendo este fin de semana en la TV francesa que sea el ruso quien recuerde que nunca hay que decir nunca Hamás.

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