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RESTRICCIONES AL TRÁFICO EN LA CALLE DE LA MONTERA

Pisos para 15 minutos de sexo

Unas 100 mujeres se prostituyen en tres burdeles de las calles de Caballero de Gracia y Jardines

La mecánica se repite. Una prostituta espera apoyada al lado de un establecimiento de hamburguesas de la calle de la Montera. Un hombre se acerca, cruzan dos frases y comienzan a andar separados hacia una pensión. La Concejalía de Seguridad asegura que el último año "han sido precintados o han cesado en su actividad 10 pisos particulares donde las prostitutas subían a sus clientes".

Pero los tres burdeles con más trasiego de Montera siguen funcionando. Están en calles perpendiculares a esta vía: uno en el número 4 de Caballero de Gracia y dos en el número 2 de la calle de Jardines. Para subir, hay que llamar al telefonillo; arriba alguien abre sin preguntar. El trajín es continuo. Estas pensiones funcionan de dos de la tarde a siete de la madrugada. La Policía Municipal a veces pasa por la puerta, pero se limita a pedir la identificación a los que suben.

"El negocio está precintado; pero si viene alguien le digo que estoy con unas amigas"
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Los tres pisos los regentan ex prostitutas españolas y portuguesas que rondan la cincuentena. Están dentro de dos inmuebles ruinosos. Los portales están sucios y las escaleras crujen. El de Caballero de Gracia lo trabajan entre cuatro mujeres. Es un piso viejo, con una estufa eléctrica y un televisor pequeño con un torero y una folclórica encima. "¡Aquí la gente viene a follar y punto!", cuenta Merche -Mami para las prostitutas- a gritos, mientras se mete en el delantal un billete que le acaba de dar una joven rumana. Las prostitutas de Montera cobran 25 euros por "un servicio completo". Alquilar la habitación cuesta cinco euros.

En el primer piso del número 2 de la calle de Jardines, Raquel (nombre ficticio) es una de las madames. No se separa de un ambientador con olor a rosas. Hay cola en el pasillo. Cada prostituta espera con su cliente mientras le acaricia los genitales. "Así me pone más cachondo y, cuando entramos, acaba antes", explica Jorge, un ecuatoriano que parece conocer por sobrada experiencia los métodos de las meretrices. Sale una pareja. Primero él, con prisas, y luego ella, bromeando con las compañeras que esperan su turno. Tina entra en la habitación y fumiga con su ambientador de rosas. Lista. El siguiente.

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"Aquí cambiamos las sábanas cada vez que hay un servicio. Otras no lo hacen", cuenta con orgullo Raquel, que es portuguesa, y que ahora tiene un buen motivo para estar recelosa: "Las mafias que traen a las rumanas", susurra. En un cuaderno de espiral va haciendo cruces cada vez que sale una pareja de un cuarto. Cada vez que entra una chica al piso, ella le entrega un montón de papel higiénico.

Las habitaciones del piso están decoradas de forma infantil. Sábanas rosas, una luz en forma de corazón en la pared y un osito de peluche en la entrada. Luces rojas para dar ambiente. "¿Cuántos años le echas a ésta?", inquiere con sorna Raquel, señalando a una chica que aparenta 16 o 17 años. "¡19, 19!", grita con apuro la prostituta. "Aquí pedimos el carné de identidad, pero generalmente son falsos. Son muchachas muy jóvenes. Lo ves, sabes que son muy jóvenes", asiente la dueña del piso.

En la espera, las prostitutas, jovencísimas, y sus clientes se comportan como si fuesen novios. Van cogidos de la mano y se hacen cariños. Una pareja termina y Raquel entra como un relámpago en la habitación y empieza a hacer aspavientos. "¡Hay que ver! ¡Las sábanas recién cambiadas! ¡Lo que hay que ver!", y agita una sábana manchada mientras abronca a un africano de dos metros que acaba de copular con una meretriz. "Yo no he sido", murmura el hombre con la cabeza baja. Raquel se enoja todavía más y da un bufido.

Segundo piso del número 2 de la calle de Jardines. De las habitaciones salen gemidos y las paredes vibran como si fueran de papel. A la pregunta de qué tipo de clientes son los más frecuentes, Mariana (nombre ficticio), una de las que regentan el burdel, contesta sin pensárselo: "Aquí lo que viene es mucha mierda". Luego llama con los nudillos para meter prisa a una pareja que ya ha sobrepasado el límite de los 15 minutos. "Los clientes roban los grifos, se llevan las lámparas, y hasta los cuadros", cuenta mientras señala una marca cuadrada sobre la pared. Mariana es lista; sabe de sobra que el negocio está precintado por la policía. "Está precintado el negocio; pero como el piso es particular, no nos pueden decir nada. Si viene alguien, le digo que estoy con unas amigas", justifica Mariana. Una estratagema para eludir la presión policial puesta en marcha por el alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón.

Gallardón emprendió en marzo de 2004 la operación "contra la esclavitud sexual" en la calle de la Montera (Centro), a la vez que anunció que extendería la medida a otros barrios de Madrid donde también se ejerce la prostitución, como la cercana calle del Desengaño, la Casa de Campo y el distrito de Villaverde.

Para evitar problemas, las madames de la calle de Jardines han contratado a Lucho, un ecuatoriano alto y fuerte, para que haga de guardia de seguridad. Lucho lleva tres años en España y es un hombre de apariencia fiera. "Alguna vez, alguno se pone pesado con las chicas y yo le tiro escaleras abajo", explica. "Antes, con las latinoamericanas, no había líos. Con las rumanas es muy distinto. Sus chulos son peligrosos", masculla.

Y es que desde hace un año las rumanas, con sus proxenetas, han barrido de la calle de la Montera a las latinoamericanas y a las africanas. De las primeras quedan pocas; las segundas se han trasladado al otro lado de la Gran Vía, en las calles de Desengaño, Ballesta y la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta.

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