Otra de miedo
No hay mejor argumento que el miedo. El miedo paraliza, pero es capaz también y sobre todo de movilizar auténticos ejércitos. Puede meter debajo de la cama a un país entero, pero puede asimismo poner en pie de guerra a un pusilánime funcionario, a un pacífico tendero y, finalmente, a una legión de inofensivos ciudadanos que, de pronto, se convierten en algo peligroso, un organismo ciego que no atiende a razones porque su única razón es el miedo. Es el heraldo de las revoluciones (eso lo dijo Emerson) y, por el mismo precio, es el más decidido contrarrevolucionario.
Está detrás de todo o casi todo lo que nos mueve (no, afortunadamente, de lo que nos conmueve). Se agazapa detrás de una bandera, en las notas de un himno nacional, en el mapa del país que habitamos y prácticamente en todas las leyes que nos rigen. Es muy aprovechable y útil. Se parece increíblemente al cerdo (su himno debiera ser el chillido de un cerdo en la matanza); de él se aprovecha todo. De él han salido todas las naciones y de él saldrán las próximas que vengan para hacernos más ciegos e infelices. Años ciegos cargados de miedo, como los que anunciaba en un célebre ensayo Rafael Sánchez Ferlosio (hijo, por cierto, de un fascista bilbaíno que vivió atenazado por el miedo).
El miedo es libre, dicen, pero termina dominándonos siempre, chuleándonos siempre. Los pequeños burgueses y tenderos que hace algo más de un siglo fundaron en Bilbao, dentro del dédalo de las Siete Calles, el nacionalismo vasco, tenían sobre todo, antes que nada, miedo. Miedo a las influencias (malas) del exterior. Miedo a la abolición de viejos privilegios. Un miedo pegajoso que se pega en las páginas de la literatura costumbrista bilbaína, ese gran cofre de la bobería que algunos consideran nuestro mayor tesoro literario. Vuelos cortos de un chimbo con las alas cargadas de plomo. El miedo, por lo tanto, viene de atrás, no es nuevo. Es un negocio antiguo. Las novelas de miedo, las películas de terror, las sombras, los chirridos de puertas en la noche nos asustan y nos hacen gozar de nuestro miedo.
Ahora temblamos por diferentes miedos que, en el fondo, vienen a ser los mismos, los de siempre, nuestros queridos miedos ancestrales. De la encuesta que el Ayuntamiento bilbaíno realizó a espaldas de la oposición a finales del pasado año ha trascendido que la ciudadanía de la capital vizcaína teme a la delincuencia por encima de todo, antes que nada. Ni el paro, ni el precio inasequible de la vivienda, ni los contratos basura (esos que están detrás de tantos accidentes cardiovasculares, según el presidente de la Sociedad Española de Epidemiología entrevistado por este periódico el domingo pasado) tienen nada que hacer ante la delincuencia. Lo que más preocupa ahora mismo a los bilbaínos (y es posible que también a los vascos) es la inseguridad de nuestras calles, pueblos, plazas, coches y casas.
"Antes no pasaba esto", dicen los ciudadanos encuestados. Antes la muchachada alegre y combativa era capaz, en plenas fiestas de agosto, de empotrar un autobús en la fachada de una cafetería. Antes a uno (y todavía ahora, pese a todo) le podían segar las piernas o los brazos o el cuerpo entero si tenía la mala fortuna de pasar por delante de un concesionario de automóviles contraindicado. Antes, eso es verdad, no había cameruneses, colombianos, rumanos, angoleños, peruanos por las calles de nuestras ciudades y pueblos, de lo cual no debiera desprenderse, por el amor de Dios, que inmigración y delincuencia vayan de la mano. Ahora tenemos en Bilbao más de dos agentes de policía por cada mil ciudadanos (1,8 en San Sebastián y 1,1 en Vitoria). Tenemos uniformes para todos los gustos, pero la descoordinación entre los diferentes cuerpos policiales es lo que, al parecer, facilita las cosas a los malos. Pese a todo y con todo, la gente pide más seguridad, más policía, menos crimen y mucho más castigo.
En estas circunstancias, la tentación del político es jugar a la carta del miedo. El miedo puede ser una fuente de votos y, consecuentemente, de poder. El populismo engorda con el miedo. Cuenta la leyenda que Jesús Gil limpió de delincuentes las calles de Marbella, gracias a lo cual los mafiosos rusos pudieron dormir tranquilos en Puerto Banús, sin que nada (y menos sus conciencias) consiguiera robarles el sueño.
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