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COLUMNISTAS
Columna
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Un sueño prestado

Javier Marías

Aunque no soy nada partidario de las narraciones de sueños, sobre todo si aparecen en una novela o en una película -¿para qué me cuentan esto, si sólo es sueño y estamos ya en una ficción?, me pregunto-, hoy voy a relatar uno reciente de mi hermano mayor Miguel, a quien he pedido permiso y a quien entregaré, descuiden, por lo menos la mitad de lo que perciba por este artículo, en concepto de derechos oníricos. (Y esto no es una novela.)

Fue a los cinco días de la muerte de nuestro padre, que se despidió del mundo el pasado 15 de diciembre, hacia las diez de la mañana. Tal como Miguel me contó su sueño, me pareció que algo de deformación profesional o aficionada había en él, ya que, aunque en realidad es economista, se lo conoce más como crítico cinematográfico, y en su evocación vi "influencias" de Lubitsch (El cielo puede esperar), Powell y Pressburger (A vida o muerte), Mankiewicz (El fantasma y la señora Muir, una de mis favoritas de siempre) e incluso Capra (¡Qué bello es vivir!). Lo cierto es que Miguel veía a nuestra madre, que murió en la madrugada del 24 de diciembre de 1977, sentada en un banco de la Dehesa, como se conoce el bonito parque de la ciudad de Soria, en la que pasamos muchos veranos de nuestra infancia. Mi padre llegaba con sus andares por una de las alamedas y se detenía ante ella, que sostenía sobre su regazo a nuestro hermano Julianín, el mayor de los cinco nacidos, y muerto el 25 de junio de 1949 a los tres años y medio, aunque el niño no se le aparecía a Miguel (el único que llegó a conocerlo) física o corpóreamente; estaba allí, pero no se lo veía. Y entonces mi madre le dedicaba a mi padre un reproche en tono humorístico: "Hay que ver, Julián", le decía, "mira que tardar casi veintiocho años. No sé si te das cuenta de lo que ha sido estar yo sola tanto tiempo con un niño de tres años. Anda, coge un rato al inquisidor y encárgate de contestar sus preguntas. Ya sabes que a estas edades no paran de preguntar cosas, por qué esto y por qué lo otro. Me tiene agotada". Mi padre cogía al niño etéreo con su habitual torpeza para coger niños, bien conocida por Miguel, Fernando, Álvaro y yo, los cuatro hermanos vivos: era más o menos como si le pusieran en las manos un montón de platos que no pudiera depositar en ningún sitio. E intentaba justificarse por la tardanza: "No, si yo quería haber venido mucho antes, casi inmediatamente. Pero tú ya sabes lo que pasa, Lolita, se lían las cosas, y había libros que escribir, y la gente se pone muy pesada con esto y con lo otro. Total, hasta ahora no ha habido manera". Al igual que Julianín, ambos tenían la edad de sus respectivas muertes, así que mi madre, que en vida era un año mayor que mi padre, se aparecía con sus casi sesenta y cinco, y mi padre con sus noventa y uno. "Mira qué gracia", le decía nuestra madre, "ahora soy mucho más joven que tú. Y sí, ya sé, pero para tus asuntos eres muy impaciente, y para lo de los demás te tomas todo con mucha calma".

Al cabo de ya muchas noches, lo que recuerda Miguel son retazos, pero por lo visto mi padre informaba a mi madre de lo ocurrido desde su ausencia, y ella, contradictoriamente, por un lado lo escuchaba con interés, y por otro venía a decirle que estaba al cabo de la calle ("No te creas que yo no me entero de nada"). "En algo has fallado", le reprochaba sonriente, "para que ninguno de los chicos sea religioso". No me consta de mis hermanos, porque nunca nos preguntamos por cuestiones tan personales; pero creo que algunas amistades pías y chismosas de mi padre criticaron que en las dos misas habidas tras su fallecimiento, ninguno nos acercáramos a comulgar, así que puede. Y mis padres sí eran creyentes, desde luego. "Ya", contestaba él, "pero son todos bastante buenos". "También podías haber convencido a Xavier de que se casara, ¿no?", era el siguiente y guasón reproche de mi madre. "Bueno, ya sabes que siempre fue un poco picaflor; y aunque no cuenta mucho, creo que ahora está bastante emparejado, y con una mujer muy simpática y risueña, yo la he conocido". "También están emparejados varios nietos", insistía en chincharlo un poco mi madre, "pero no se casa ninguno". A lo que nuestro padre respondía incongruente e insinceramente: "Bueno, pero es que ahora sólo se casan los homosexuales", a lo que nuestra madre, bien informada desde su banco de la Dehesa, le contestaba: "No me vengas con cuentos. Se casan también ellos, pero se sigue casando todo el que quiere".

Como sucede a menudo en los sueños, había una mezcla de verosimilitud -casi de escena doméstica- y de absurdo. A mí me ha hecho gracia que mi padre apareciera como un poco pillado en falta, aunque sin motivo real, el pobre, y que admitiera su excesivo retraso. Yo no soy religioso, en efecto, pero sí muy cinéfilo, y me gustan mucho las películas que he mencionado y otras de fantasmas y de gente a la que sigue importando lo que ocurre en el mundo que han dejado, así que el sueño de mi hermano me ha divertido y hasta aliviado. Y al fin y al cabo, hay un territorio -por llamarlo algo- en el que los tres, mi padre, mi madre y Julianín, sí se han unido, además de en la misma tumba: los tres son ahora pasado y memoria, y eso al menos comparten. Y no parece tan grave ser pasado, si bien se mira: es un tiempo, o quizá un sitio, lleno de personas interesantes, y también de algunas muy queridas.

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