Un ciclista en la Diagonal
El ciclista cruzaba veloz el amplio paso de peatones, en plena Diagonal. En el otro extremo, una mujer ciega esperaba que alguien le indicara si aún tenía, o no, tiempo para cruzar la calle. Eran las ocho de la mañana de un día de esta semana, cuando más apresurada se ve a la gente. La ciega, con su bastón blanco, seguía inmóvil cuando el ciclista llegó junto a ella: bajó de su bicicleta, dio media vuelta y la tomó del brazo. Y así, con la ciega a un lado y la bicicleta al otro, el ciclista dio marcha atrás y volvió a cruzar el paso de peatones en sentido contrario hasta dejar a la mujer en la otra acera.
Seguí la escena fascinada dentro de un coche, en primera fila, como quien asiste a la secuencia de una película que acaba de ganar un Oscar. Incluso me pareció oír una música suave que aniquiló el fragor del tráfico. La ciega, pequeña, frágil, de mediana edad, vestía de azul claro. El ciclista, robusto y joven, con zamarra caqui y pelo rubio desordenado, podía ser pintor de brocha gorda, lampista o profesor. Da igual. No hacían buena pareja, pero ahí estaban, cruzando juntos el endemoniado paso de peatones ante 20 coches dispuestos a salir disparados en cuanto el semáforo se lo permitiera. El tiempo es oro, a las ocho de la mañana más que a otras horas.
No hubo fotos, ni vídeos. Pocos ojos siguieron el periplo del ciclista que detuvo su marcha y volvió atrás para ayudar a quien lo necesitaba sin pensar en los tres o cuatro minutos que comportó la operación. Fue un hermoso gesto de generosidad anónima que me ha acompañado estos días. El hombre lo hizo de una forma tan natural que es imposible que siguiera ninguna consigna municipal a favor del civismo o esperara más recompensa que su propia dignidad de ser humano consciente de vivir en sociedad.
¿Un caso raro? No lo creo. Esta ciudad, como todas las del mundo, está llena de gente que cuida de que otra gente pueda andar por la vida de la mejor manera posible. Ayudar a alguien que cae o que se ha perdido es bastante normal. Son hechos pequeños, insignificantes, que sólo pueden valorarse correctamente cuando uno ha estado en alguna de estas situaciones y sabe lo que importa una mano, una palabra amiga o de ánimo. Si no se contara con esa ayuda ajena, sería imposible salir de casa cada mañana.
No haría falta insistir en anécdotas como la del ciclista -civismo innato- si no fuera porque lo corriente, lo celebrado y lo que todos parecen tomar en consideración es, por el contrario, la aborrecible diversión que uno encuentra tras ver al prójimo caer de bruces al pisar una piel de plátano. ¿Quién no se ha visto sorprendido, en su infancia, por esas risas obligadas cuando alguien daba un traspié? ¿Qué tiene de gracioso el ridículo fortuito del prójimo? ¿Qué niño de este país -España, Cataluña, pura mezcla- no ha sido perfectamente instruido en los usos sociales más crueles de la risa? ¿Qué diversión ofrece un cojo tambaleante, un tartamudo azorado o un ciego indeciso?
Esa misteriosa costumbre de utilizar la risa para estigmatizar al débil es una perversa tradición ibérica: se prestigia la burla, no la compasión o el sentido del humor. Es, acaso, un intento de exorcizar la propia debilidad. Hoy se oye un permanente ji, ji, ja, ja basado en ese sacarle los colores al prójimo que trata de pasar por expresión de sentido del humor cuando no es más que miedo del otro y de sí mismo. El ingenio mal entendido y fácil incapacita la inteligencia para percibir el ridículo del que formamos parte gracias a nuestra propia ceguera. Por suerte aún hay artistas que nos ayudan a reciclar nuestros ojos, nuestra sensibilidad. El Quijote de Albert Boadella es un ejemplo del delicioso poder de la sonrisa mezclada con la compasión: en el escenario estamos todos, perfectamente reconocibles. Es la excepción que, igual que el ciclista de la Diagonal, nos reconcilia con lo humano.
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