Elogio de los pingüinos
Los pingüinos eran los ciudadanos de la antigua Yugoslavia que optaban por identificarse como yugoslavos cuando se les preguntaba oficialmente por su nacionalidad, en vez de serbios, croatas o eslovenos. Enric Juliana ha escogido esta figura, entre cómica y exótica, para desmentir rotundamente esa comparación de mal agüero que hizo Aznar entre España y los Balcanes. "Hoy muchos españoles se sienten pingüinos ante el alto grado de tensión que tantos días alcanza la atmósfera política", escribe.
Esta crónica de los dos últimos años de la historia de España, escrita "desde la óptica de un pingüino catalán", no es un libro de tesis. Más bien es un retablo, articulado alrededor de un puñado de potentes imágenes. Para empezar, la del pájaro antártico, por supuesto, como imagen de frialdad, pacifismo, distancia y curiosidad en un escenario político en ebullición, cainita, promiscuo y cargado de prejuicios. Enlaza con la del asustadizo pingüino una segunda fantasía literaria, que el escritor viene cultivando con esmero en sus crónicas como corresponsal de La Vanguardia en Madrid. El escritor, personaje de sí mismo, escribe de Madrid y viaja por España como lo haría en un país por él y por sus lectores desconocido, introduciendo así una distancia ficticia, un extrañamiento, que produce resultados hilarantes y sugestivos.
LA ESPAÑA DE LOS PINGÜINOS
Enric Juliana
Destino. Barcelona, 2006
222 páginas. 18,50 euros
Se inspira, no hay lugar a dudas, en su propia experiencia como corresponsal en Roma, país del que trajo el zurrón cargado de otro buen surtido de tópicos, entre los más curiosos y sorprendentes una intensa devoción laica por los mitos católicos, como el de la Inmaculada Concepción o el de Maria Goretti. Esta última, todo hay que decirlo, pasada por el tamiz de Berlinguer, con una punzada de añoranza por aquel compromiso histórico que no fue, aquella hibridación entre las culturas obrera y católica, comunista y democratacristiana, que a punto estuvo de trastocar el mapa de la guerra fría en Italia y caló muy fuerte en Cataluña durante la transición.
Pero también se inspira en
la historia de otros catalanes que observaron Madrid en la primera mitad del siglo XX y dejaron una sólida huella literaria, Josep Pla y Agustí Calvet Gaziel fundamentalmente. Juliana es catalán por los cuatro costados y sus trucos periodísticos no le sirven para esconderlo sino al contrario para exagerarlo, incluyendo el uso a placer del Madrid galdosiano y del Ruedo Ibérico de Valle-Inclán. Su apelación a la tradición periodística le sirve para subrayar así el hecho diferencial también en la prensa y lo traduce en un humor especial, pesimista pero risueño, con mucha coña marinera, arbitrario a veces aunque nunca cruel con los otros, sin apego alguno a la autoindulgencia y con grandes dosis de historicismo. Algo infrecuente en Madrid. Y en Barcelona. Hasta tres veces, emplazada como un tema musical, regresa al Marx del 18 Brumario: "La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos". La lectura de La España de los pingüinos es un buen relajante para días de crispación, como sus crónicas de La Vanguardia, incluidas algunas en este libro, que son un brillante remanso de irónico costumbrismo en medio de la trepidación ensordecedora de la actualidad. Hay que prestar atención a algunos retratos y análisis especialmente acerados, que no quedan ocultos por la barroca escenografía del montaje literario. Es la lectura política obligada de la temporada.
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