Depresión posparto
Desde el pasado fin de semana, y ante el preacuerdo entre Rodríguez Zapatero y Mas sobre el nuevo Estatuto, cunden en determinados ambientes del nacionalismo catalán la frustración, el desencanto, las sensaciones de engaño o humillación, los lamentos sobre la gran oportunidad supuestamente perdida de llegar mucho más lejos. Se trata de un fenómeno clásico, y cíclico. Cuando, el 14 de abril de 1931, Macià proclamó la República catalana y a los tres días trocó esa ficción por una tangible Generalitat de Catalunya, algunos le acusaron de haber vendido la patria por un plato de lentejas. Poco después, el Estatut de Núria definía a Cataluña como "un Estado autónomo dentro de la República española", pero un año más tarde el texto regresó de Madrid diciendo que "Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español", y ciertos sectores tacharon a Macià de traidor por aceptarlo. En 1978-79, las euforias iniciales sobre la nación y la autodeterminación quedaron reducidas al entonces nada desdeñable concepto de "nacionalidad", y enseguida hubo quien entonó el "no és això, companys, no és això". Sí, puede que padezcamos cierta complacencia morbosa en la nostalgia de lo imposible, o en ver siempre la botella medio vacía.
Ahora, en 2006, respetados analistas se están mostrando severos con lo que juzgan exceso de tacticismo por parte de Artur Mas, y describen críticamente la apuesta de éste como "neopujolismo". Pero Pujol, ¿era el problema o el síntoma? En otras palabras: ¿fue Pujol quien inventó e inoculó el tacticismo, el posibilismo, el juego corto en la política catalana, o más bien lo que hizo fue explotarlo y rentabilizarlo porque ese tacticismo se halla en el código genético de nuestra sociedad? ¿Cuándo, a lo largo de los últimos 250 años, ha habido en este país una mayoría social, siquiera una minoría fuerte, que, con respecto al tema Cataluña-España, estuviera dispuesta a decir o caixa o faixa, y a actuar en consecuencia?
Para entender -justificar ya la justificarán ellos, si quieren- la decisión de Convergència i Unió es preciso tener presente que tanto la formación del Gobierno tripartito catalán como la política de alianzas establecida por Rodríguez Zapatero al comienzo de su legislatura tenían como objetivo estratégico arrinconar a CiU; la cual, a pan y agua, y batida por todas las intemperies, se disolvería como un azucarillo (como la UCD, decían los eruditos...) en presumible beneficio de Esquerra y del PSC. Si tales eran, esquematizados, los planes de los adversarios, ¿cabe extrañarse de que CiU haya aprovechado las urgencias sobrevenidas de los socialistas -la del PSC de evitar un fracaso de Maragall o un choque de trenes con el PSOE, la de éste de soltar lastre independentista- para volver al centro de la escena y reivindicarse como sólida opción de gobierno?
Siendo muy comprensible en términos viscerales y tácticos -la irritante sensación de cónyuge engañado-, aunque menos verosímil en términos estratégicos -¿de veras creían Carod y Puigcercós que la promesa de Rodríguez Zapatero en el Palau Sant Jordi debía tomarse al pie de la letra, que se podía conseguir mucho más de lo pactado el sábado en La Moncloa?-, el legítimo rechazo de Esquerra Republicana a ese pacto resulta difícil de trasladar a la política práctica. ¿Podría ERC permanecer en el Gobierno catalán y al mismo tiempo votar en contra del Estatuto apoyado por PSC, CiU e Iniciativa? Me permito recordar que el Estatuto no es la non nata Constitución Europea -sobre la cual el tripartito votó en orden disperso-, sino nuestra norma fundamental, a la vez que el mayor compromiso programático contraído en el Tinell. Y aunque por mantener el statu quo Maragall y los socialistas estuviesen dispuestos a consentir una situación tan esquizofrénica, ¿tolerarían los ciudadanos tamaño insulto al sentido común y a la coherencia política? Lo formularé desde otra perspectiva: ¿imaginan ustedes a Esquerra haciendo campaña por el no al nuevo Estatuto... junto con el Partido Popular, la FAES, la COPE, Abc, La Razón y compañía, los grupos y medios que más la han denostado y criminalizado en los dos últimos años? Fácil de entender no sería, desde luego.
Porque, hoy por hoy, la mejor, la más eficaz aliada del pacto Zapatero-Mas-Maragall-Saura es esa derecha española desnortada y enloquecida que sigue viendo en el Estatuto a los cuatro jinetes del Apocalipsis sobre una sola montura. Si sus diarios afines han saludado el acuerdo del 21 de enero en términos de "implosión nacional", de "liquidar el pacto constitucional"; si sus radiopredicadores flamígeros describen lo acordado como un "engendro antidemocrático y antinacional", "lo que ningún español puede aceptar: abolir nuestra nación, acabar con España"; si Manuel Jiménez de Parga lagrimea sobre "la crisis del modelo de Estado", y Luis María Anson constata "un paso adelante para la independencia de Cataluña", y Ramón Tamames habla de "la presecesión", señal -razonarán muchos catalanistas- de que el pacto no es tan malo para Cataluña, de que los recortes no han sido tan severos, de que la nueva financiación no será tan ruinosa, de que la referencia a la "nación" en el preámbulo no es tan inocua como sostienen algunos... Si tanto ladran, algo debemos de cabalgar.
Tiempo y materia habrá para analizar con calma la incidencia que el compromiso de La Moncloa está teniendo en la prolongación del suplicio de Josep Piqué. De momento, si yo fuese el responsable de campañas de CiU o del PSC, ya habría encargado toda clase de carteles, pasquines y octavillas con el siguiente texto: "Éste es el Estatuto de la ruptura y de la insolidaridad, porque rompe el modelo constitucional y traiciona la igualdad y la solidaridad entre los españoles. Va contra la España de todos". Al pie, la firma y la foto del autor, Ángel Acebes, el héroe del 11-M. ¿Qué mejor propaganda para el sí en el referéndum estatutario?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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