(Des)encuentros
Desde hace tres siglos la nuestra es una historia de desencuentros. Un desencuentro histórico, característico del pasado español, que ha tenido una causa muy concreta que no es posible dejar de constatar: la rotunda preeminencia de la coerción sobre la integración. Durante los últimos dos siglos por ejemplo, la hegemonía ejercida por la derecha, como legítima representante en unos casos o detentadora en otros, ha sido determinante. De Cánovas a Maura, de Primo de Rivera a Franco, los conservadores españoles, creyéndose "dueños de la memoria" en palabras de Santos Juliá, no sólo han patrimonializado el Estado, sino también la propia idea de lo que era y lo que debía y no debía ser España, negando, cuando no reprimiendo, cualquier disidencia reveladora de la diversidad que fuera más allá de la pura manifestación folclórica. Un desencuentro que se ha situado siempre, con intensidad variable y con matices, entre los intentos de hacer prevalecer por parte de uniformizadores militantes (con demasiada frecuencia representados por militares de uniforme) una visión de unidad de pueblo que nunca ha existido (la unidad es una de las obsesiones en el discurso esencialista) y aquellos que preferimos ver en la diversidad nuestro rasgo más sobresaliente.
Una historia de reiterados desencuentros en la que sólo en contadas ocasiones ha sido posible el diálogo y la voluntad de querer solucionar cuestiones esenciales relacionadas con la siempre difícil convivencia de pueblos que se sienten diferentes y que tal vez podrían caminar juntos. Cito a Ortega para subrayar que, con la excepción del breve paréntesis republicano, sólo desde la transición democrática se han sentado bases más "normalizadas" de solución. Al menos se ha procurado conllevar el problema.
Pero el problema subsiste, sobrevive a todas las adversidades e incomprensiones. Desde las culturas sociales mayoritarias muchas veces se ha anunciado el final de las naciones minoritarias. Pero estas se han adaptado y han aprendido a sobrevivir en los márgenes o en el subterráneo del sistema. Utilizando la imagen de Ferran Soldevila que cita Ernest Lluch en Las Españas vencidas del siglo XVIII, frente a los intentos de que de algunas Españas "no quedaran ni las brasas", lo cierto es que todo intento de represión y de anulación ha sido incapaz de apagar las brasas de la identidad que siempre han quedado incandescentes debajo de las cenizas de la historia. Como diría Pí i Margall, "duerme el fuego bajo las cenizas". Fuego que periódicamente reaparece, con impulsos renovados, en el devenir de una historia compartida que siempre se ha caracterizado más por la yuxtaposición ("compartimientos estancos", decía Ortega) o por la imposición unilateral del centralismo uniformizador que por la voluntad de ensayar proyectos colectivos sustentatos en el respeto de la diversidad.
De nada sirve intentar explicarlo como algo "irracional", "prepolítico", "anacrónico", "medieval", "decimonónico" o "caduco", porque a nada conduce. Los hechos, para bien y para mal, demuestran en el final del siglo XX que esos nacionalismos no pueden ser entendidos como una anomalía, un anacronismo o una patología, sino como una legítima expresión política del derecho a la diferencia. La globalización no ha diluido, como muchos pronosticaron, los sentimientos nacionalistas. La elección individual sustentada en la voluntad de ser, en la necesidad de autoidentidad sobre bases lingüísticas, culturales, históricas y, en ocasiones, territoriales, ha afianzado en Europa su expresión política en muchos casos. Por eso las "naciones internas", en palabras de Joan Subirats, seguirán siendo un rasgo persistente del paisaje político en países de la Unión como el Reino Unido, Bélgica o España. Y por ello existe la obligación política de abandonar posiciones de rechazo y tomar inciativas que ayuden a construir, sobre bases sólidas, la acomodación de los diferentes pueblos de España en un proyecto común. Creo sinceramente que España debe "conjugarse" en plural y no en singular.
Las cosas empezaron a cambiar después de 1978. De nuevo se intentaba abordar la solución de nuestro "problema". Aquel antiguo hilo conductor de la coexistencia de pueblos diversos de nuevo reclamaba atención y frente al Estado unitario fue diseñado un Estado compuesto merced al impulso de las naciones sin Estado. Un nuevo modelo de Estado sobre el que tampoco existen consensos básicos suficientes. Porque, de nuevo, existen discrepancias de fondo en torno a aquello que se entiende por Estado, por nación y por patria. Muchos -deliberada o inconscientemente- siguen confundiendo Estado y nación y eso supone un obstáculo, no sé si insalvable, para avanzar en España en la construcción de un Estado que sea capaz de albergar, acomodar o encajar de forma confortable a las diferentes naciones que lo componen y que históricamente han demostrado una capacidad de resistencia y una tenacidad inquebrantables.
Por todo ello bien podría hablarse de una España inacabada. De un proyecto colectivo de convivencia perfectible entendido como un proceso. Porque frente a quienes hace tiempo quisieran "cerrar" y "culminar" un edificio que creen iniciado con la nueva etapa democrática inaugurada hace un cuarto de siglo, nos encontramos ante el único de los grandes retos históricos que en España se ha tenido que afrontar que no se ha sabido o no se ha podido resolver todavía y que tal vez no tenga por qué ser definitivamente resuelto. Hasta el punto se trata de una cuestión abierta, inacabada, que es el elemento que más atención concita y tensiones provoca en nuestra vida política cotidiana. Y muy probablemente, frente a la opinión de aquellos que desde los distintos nacionalismos viven "en permanente estado de negación" que diría Américo Castro, así tendrá que ser en el futuro y tendremos que ser capaces de hallar las formas más adecuadas de convivencia, término mucho más ambicioso y noble que el de "conllevanza".
Creo que hay mucho trabajo por delante, porque después de siglos ni siquiera hemos alcanzado un consenso básico en generar una idea mínimamente afectiva de España. Esta circunstancia obliga precisamente a avanzar, todavía más, en la construcción de una concepción de España que partiendo de la Constitución de 1978, profundice en el desarrollo de un marco de reconocimiento y convivencia de identidades diferentes. La concepción de una España posible, necesariamente plural, superadora de un concepto de Estado-nación, por definición excluyente y homogeneizador y asentado en una mitificación estéril del pasado. Perdiendo cada uno, en singular, para que todos ganemos, en plural. Un buen punto de partida sería, como bien dice Miquel Caminal, que cada una de las partes deje a un lado las posiciones de autoafirmación nacionalista.
Hace 70 años Azaña ya avanzaba una visión de España y algunos caminos posibles para el futuro que todavía serían un buen punto de partida o de encuentro: "...El cuerpo político de España es algo de complejo y de disforme, que no se sujeta a ningún canon, y su vestimenta política debe ser de tal holgura y de tal hechura que todas las partes del cuerpo político español puedan moverse cómodamente, sin rozarse ni estorbarse las unas a las otras...". Y hacía una convocatoria para conseguir un gran objetivo, "que los españoles estén a gusto dentro de su Estado". Esa visión y esa convocatoria siguen hoy vigentes y los últimos acuerdos impulsados por Rodríguez Zapatero abren una puerta a la esperanza.
Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia y autor del libro Espanya inacabada.
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