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Columna
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La hazaña de obedecer

El ministro de Defensa comparece hoy ante la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados para responder sobre la supuesta participación de la fragata de la Armada Álvaro de Bazán en operaciones de combate en el golfo Pérsico, pero los parlamentarios del PP hubieran querido interrogarle también sobre la alocución del general Mena en Sevilla con ocasión de la Pascua Militar sobre otras manifestaciones registradas en el ámbito castrense. Como se sabe, el citado general dio cuenta allí de las inquietudes y preocupaciones que dijo haber detectado entre sus subordinados, a partir de la presentación del proyecto de Estatuto de Cataluña en torno a la unidad de España y, en particular, respecto al concepto de nación, a la lengua y a la independencia de la Justicia.

Mena sostuvo que la Constitución marcaba una serie de límites infranqueables para cualquier estatuto de autonomía, de forma que si esos límites fueran sobrepasados, lo que le parecía impensable en estos momentos, sería de aplicación el artículo 8º de la Constitución, a tenor del cual "las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad y el ordenamiento constitucional". Había dicho que quería transmitir un mensaje de tranquilidad a partir de esas bases, pero desencadenó inquietudes y acabó arrestado y destituido del mando.

De cualquier manera, sobre la especial sensibilidad de los militares en debates como los suscitados por el término nación en el Estatuto, ha respondido en las páginas de EL PAÍS del pasado domingo el jefe de Estado Mayor de la Defensa (Jemad) diciendo que "tampoco vamos a pensar que somos los únicos depositarios del amor a España" y que "como ciudadanos tenemos opinión y criterio, pero por llevar uniforme, por ser militares, no la expresamos en debates públicos, sino a través de la cadena de mando. Como dice la vieja ordenanza: por el conducto reglamentario y con buen tono". O sea, que en absoluto el Jemad reclama para los militares el monopolio ni la exclusiva del amor a España. Y que prefiere recordar de modo contundente las limitaciones de quienes visten el uniforme para manifestar en cualquier debate público opiniones y criterios, que sólo pueden circular por el conducto reglamentario hacia la cadena de mando.

Fijadas así estas reglas estrictas, se descarta entre quienes están en filas la exteriorización de cualesquiera muestra pública, tanto de disentimiento como de asentimiento, en asuntos sometidos al libre juego político. Por eso, carecen de sentido y son contrarias al respeto debido a los subordinados ciertas confraternizaciones a las que propenden a veces las autoridades con ocasión de su visita a unidades militares, como si buscaran encontrar refrendo en ellas. El Jemad, en sus declaraciones, rehúsa para los militares la misión de salvapatrias, advierte de que la Constitución hay que leerla entera porque allí se determina qué deben hacer, en cada supuesto, todas y cada una de las instituciones del Estado, y sostiene que la aplicación del artículo 8º no depende del juicio de las Fuerzas Armadas, que sólo pueden y deben actuar a las órdenes del Gobierno de la nación, sin que sea posible albergar dudas al respecto.

Claro que, a veces, lo que se dice suena de diferente manera según quién lo diga y quién lo escuche. Al propio Jemad, cuando le preguntaron sobre el Estatuto el 3 de octubre pasado -en uno de esos desayunos incesantes de la temporada madrileña- y respondió diciendo que "la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", repitiendo el comienzo de su artículo 2º, le intentaron armar una considerable escandalera. Más contundente y reiterado ha sido el ministro de Defensa, José Bono, sin arresto ni destitución alguna. Valga otro caso que oí contar en la puerta del Hotel Savoy de Londres. La Reina acababa de despedirse de su hermano Constantino cuando recordó un encargo pendiente. Doña Sofía le llamó diciendo "¡Tino!, ¡Tino!", pero él seguía alejándose sin oírla. El ayudante militar puso entonces las manos en forma de bocina para gritar: "¡Tino!". Tuvo eficacia. El Rey le oyó, pero de regreso se hizo obligada su destitución. Estaba fuera de lugar que se hubiera dirigido con un apelativo reservado al ámbito familiar a su majestad. Pues, eso. Como dijo Calderón de la Barca, la principal hazaña es obedecer.

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